VOLVER A LO SIMPLE
LA IMPORTANCIA DE
JUGAR
Hay una idea que se repite sin que nadie la diga en voz alta: hay que ser productivos. Desde pequeños aprendemos que lo importante en la vida es hacer, rendir, lograr cosas… Se nos premia por cumplir, por no perder el tiempo, por aprovechar cada minuto, y es que vivimos en una época en la que descansar da culpa y “no hacer nada” parece casi un pecado.
Pero esa exigencia constante de producir tiene un precio, pues acabamos acumulando altos niveles estrés, y sentimientos continuados de no llegar a todo.
El trabajo, que alguna vez fue solo una parte de la vida, ha terminado ocupándolo todo. La mayoría de nosotros ya no descansa por placer, sino para recuperar energías y poder rendir otra vez.
Incluso los momentos de ocio no tienen la función que deberían, por ejemplo hacemos yoga o meditación para recuperar fuerzas y ser más eficientes, leemos para mejorar en nuestras capacidades, viajamos para “recargar pilas”. Parece que cualquier cosa que no se traduzca en resultados medibles pierde valor.“El descanso ya no es un placer, sino una herramienta para
seguir produciendo.”
Y sin embargo, en algún rincón de nosotros todavía vive algo
que se resiste a esa lógica, una parte que no quiere ser útil, que no busca
rendimiento, sino simplemente existir con ligereza. Esa parte que disfruta
perder la noción del tiempo, reír sin
motivo, crear sin objetivo. Esa parte que necesita volver a jugar.
El juego, entendido no como un pasatiempo, sino como una
actitud ante la vida, en el fondo es una forma de libertad. Jugar es actuar sin la presión del resultado,
sin que nada dependa de ello, es recuperar la curiosidad, la imaginación, el
asombro que teníamos de niños cuando hacíamos cosas solo porque sí. En el juego
no hay ganadores ni productividad; hay presencia, emoción y disfrute.
El juego como un
retorno a lo básico
Jugar no es una frivolidad ni una pérdida de tiempo: es una
necesidad tan antigua como el lenguaje. El juego es el espacio donde el ser
humano se expresa sin propósito, donde la acción y el disfrute son uno. En el
juego desaparece la utilidad, y aparece el sentido.
Los niños no necesitan razones para jugar, lo hacen porque
sí, porque es su forma de habitar el mundo y, en ese acto, sin pretenderlo ni
buscarlo, aprenden, crean, se relacionan, inventan. En cambio, los adultos,
atrapados por la lógica del rendimiento, hemos olvidado ese impulso natural.
Cuando crecemos, cambiamos la pregunta “¿quieres jugar?” por “¿qué vas a
hacer?”.
El juego, que era expresión de libertad, se convierte en un
lujo en la edad adulta.
Pero jugar no significa ser irresponsable, significa recuperar la capacidad de estar presentes sin
el peso del resultado, volver a un tiempo donde lo que importa no es
ganar o perder, sino experimentar. Jugar es darle al cuerpo y a la mente la
oportunidad de moverse sin objetivo, de crear sin deber, de existir sin
utilidad.
La sociedad de la productividad ha transformado el cansancio
en identidad. Ya no solo estamos
agotados físicamente: estamos exhaustos emocional y mentalmente.
Dormimos menos, corremos más, y aun así sentimos que nunca llegamos a todo. La
paradoja es que el exceso de trabajo, en lugar de darnos seguridad, nos aleja
de nosotros mismos.
El juego, en cambio, no busca eficiencia, es gratuito,
desinteresado, a menudo inútil, y precisamente por eso, es tan
beneficioso. El juego nos devuelve
al presente, a lo simple, a lo espontáneo, nos recuerda que no somos
engranajes de una maquinaria económica, sino seres vivos con imaginación,
emoción y deseo.
Cuando nos permitimos jugar, riendo sin motivo o simplemente
observando el mundo sin prisa, el tiempo cambia y deja de ser una línea que
conduce a un resultado; el cuerpo y la mente se relajan, y la vida vuelve a
sentirse como algo divertido, no como una lista de tareas.

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