27.10.25

La felicidad no solo depende de lo que tomamos, sino también de lo que dejamos ir

HACER COSAS ESTÁ MUY BIEN…    

… DEJAR DE HACER OTRAS, ES TODAVÍA MEJOR

Decir que todo lo que haces produce felicidad o la anula  puede sonar exagerado a primera vista, pero encierra una verdad sobre la naturaleza humana. Cada pensamiento, cada palabra y cada acción dejan un rastro en nuestro sistema nervioso, moldeando poco a poco el terreno emocional sobre el que nos movemos.

A menudo pensamos que la felicidad depende de las circunstancias, del azar o de la compañía, pero la evidencia científica sugiere algo distinto: alrededor del 40 % de nuestro bienestar depende directamente de nuestras acciones cotidianas. Solo un 10 % está determinado por factores externos —riqueza, salud, entorno—, y el restante 50 % proviene de predisposiciones genéticas y rasgos de personalidad.

No se trata de vivir en una euforia permanente, sino de reconocer que lo que hacemos cada día influye directamente en cómo nos sentimos y en cómo percibimos la vida. El bienestar, como la forma física, se entrena.

La arquitectura biológica del bienestar

Acciones simples como agradecermeditar o realizar actos altruistas aumentan los niveles de dopamina y serotonina  hasta en un 25 %, generando sensaciones de bienestar duradero. Si, por el contrario, cultivamos la queja, la impaciencia o la autocrítica, reforzamos redes de tensión y desasosiego.

El cerebro, además, responde de manera plástica a estas prácticas. Investigaciones sobre meditación consciente revelan que ocho semanas de entrenamiento en atención plena pueden reducir un 20 % la actividad de la amígdala, la región asociada con el estrés y la ansiedad, y aumentar el grosor de la corteza prefrontal, responsable de la toma de decisiones y la regulación emocional.

Esto demuestra que las acciones no solo expresan un estado mental: lo reconfiguran físicamente. Cada hábito repetido como leer, escribir, cuidar una planta, escuchar con empatía, refuerza circuitos neuronales asociados al equilibrio emocional. La felicidad, en este sentido, es una cuestión de neuroarquitectura, no se busca sino que se entrena.

La coherencia interna y el bienestar subjetivo

Se ha confirmado que las personas que viven con mayor coherencia entre lo que piensan, sienten y hacen presentan niveles de bienestar un 30 % más altos que aquellas que actúan en contradicción con sus valores.

Esa coherencia —el alineamiento entre pensamiento y acción— no significa rigidez moral, sino integridad psicológica. Cuando actuamos en contra de lo que creemos, generamos disonancia cognitiva: una tensión interna que el cerebro interpreta como amenaza. Por eso, incluso pequeñas incoherencias diarias (como decir “sí” cuando queremos decir “no”) pueden acumular una forma de malestar silencioso.

En cambio, cuando nuestras acciones reflejan nuestros valores, el sistema nervioso libera  endorfinas y oxitocina, vinculadas a la calma y la conexión. Es un circuito de recompensa natural: el cuerpo premia la coherencia.

Pequeñas acciones, grandes efectos

Participar en actividades que generan sentido —voluntariado, arte, contacto con la naturaleza— puede elevar los niveles de satisfacción vital hasta en un 20 % en pocas semanas.

Esto confirma que los gestos aparentemente pequeños tienen un impacto real en la bioquímica cerebral. Y es que no es el tamaño de la acción lo que cuenta, sino su cualidad emocional. Escuchar con atención, agradecer o ayudar son microactos de bienestar: cada uno libera neurotransmisores que activan el sistema de recompensa y fortalecen la sensación de propósito.

Por el contrario, la exposición constante a quejas, distracciones o hábitos automáticos puede reducir la atención y la motivación hasta un 40 %. El malestar cotidiano no proviene solo de los grandes dramas, sino de la repetición inconsciente de pequeñas acciones que erosionan la serenidad.

El arte de eliminar lo que resta

Si todo lo que hacemos produce o destruye bienestar, dejar de hacer también es una forma de acción. La felicidad no se construye únicamente sumando experiencias, sino restando lo que nos aleja de la calma.

Reducir el ruido digital, poner límites a las exigencias externas o evitar relaciones drenantes son gestos que liberan recursos cognitivos y emocionales. Minimizar las interrupciones tecnológicas diarias mejora la atención sostenida un 30 % y reduce los niveles de cortisol un 25 % en solo dos semanas.

La felicidad no solo depende de lo que incorporamos, sino también de lo que dejamos ir.

El equilibrio entre acción y conciencia

Actuar conscientemente significa introducir intención en el movimiento. La acción mecánica produce cansancio; la acción consciente genera energía. Practicar la presencia —en lo que hacemos, en cómo hablamos, en cómo respondemos— es una manera de convertir la rutina en una fuente de equilibrio.

El bienestar no proviene del placer inmediato, sino del sentido que otorgan las acciones repetidas. Caminar, cocinar, trabajar, cuidar o crear pueden ser expresiones de una misma búsqueda: vivir con plenitud.

Cada acción cuenta. Cada pensamiento que repetimos, cada conversación que sostenemos, cada gesto que ofrecemos o negamos contribuye a un saldo emocional que acumulamos día tras día.

La felicidad no es un estado final, sino un flujo continuo que depende de nuestra participación activa. Los datos científicos lo confirman: casi la mitad de nuestro bienestar depende de lo que hacemos con nuestras horas, nuestra atención y nuestra energía.

Vivir bien no consiste en buscar la felicidad como una meta, sino en actuar de forma que la haga posible. Y eso, en el fondo, significa elegir con conciencia: qué hacemos, qué dejamos ir y qué construimos con cada uno de nuestros actos…

https://www.psicoactiva.com/blog/hacer-cosas-esta-muy-bien-dejar-de-hacer-otras-es-todavia-mejor/  

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