HACER COSAS ESTÁ MUY BIEN…
… DEJAR DE HACER
OTRAS, ES TODAVÍA MEJOR
Decir que todo lo que haces produce felicidad o la
anula puede sonar exagerado a primera vista, pero encierra una verdad
sobre la naturaleza humana. Cada pensamiento, cada palabra y cada acción dejan
un rastro en nuestro sistema nervioso, moldeando poco a poco el terreno
emocional sobre el que nos movemos.
A menudo pensamos que la felicidad depende de las circunstancias, del azar o de la compañía, pero la evidencia científica sugiere algo distinto: alrededor del 40 % de nuestro bienestar depende directamente de nuestras acciones cotidianas. Solo un 10 % está determinado por factores externos —riqueza, salud, entorno—, y el restante 50 % proviene de predisposiciones genéticas y rasgos de personalidad.
No se trata de vivir en una euforia permanente, sino de
reconocer que lo que hacemos cada
día influye directamente en cómo nos sentimos y en cómo percibimos la vida.
El bienestar, como la forma física, se entrena.
La arquitectura
biológica del bienestar
Acciones simples
como agradecer, meditar o realizar actos
altruistas aumentan los niveles de dopamina y serotonina hasta
en un 25 %, generando sensaciones de bienestar duradero. Si, por el
contrario, cultivamos la queja,
la impaciencia o la autocrítica, reforzamos redes de tensión y desasosiego.
El cerebro, además, responde de manera plástica a estas prácticas.
Investigaciones sobre meditación consciente revelan que ocho semanas de entrenamiento en atención
plena pueden reducir un 20 % la actividad de la amígdala,
la región asociada con el estrés y la ansiedad, y aumentar el grosor de la
corteza prefrontal, responsable de la toma de decisiones y la regulación
emocional.
Esto demuestra que las acciones no solo expresan un estado
mental: lo reconfiguran físicamente.
Cada hábito repetido como leer, escribir, cuidar una planta, escuchar con
empatía, refuerza circuitos neuronales asociados al equilibrio emocional. La
felicidad, en este sentido, es una cuestión de neuroarquitectura, no se busca
sino que se entrena.
La coherencia interna
y el bienestar subjetivo
Se ha confirmado que las personas que viven con mayor coherencia entre lo que piensan,
sienten y hacen presentan niveles de bienestar un 30 % más altos que
aquellas que actúan en contradicción con sus valores.
Esa coherencia —el alineamiento entre pensamiento y acción—
no significa rigidez moral, sino integridad psicológica. Cuando actuamos en
contra de lo que creemos, generamos disonancia cognitiva: una tensión interna
que el cerebro interpreta como amenaza. Por eso, incluso pequeñas incoherencias
diarias (como decir “sí” cuando queremos decir “no”) pueden acumular una forma
de malestar silencioso.
En cambio, cuando nuestras acciones reflejan nuestros
valores, el sistema nervioso libera endorfinas y oxitocina, vinculadas a la calma y la conexión. Es un circuito
de recompensa natural: el cuerpo
premia la coherencia.
Pequeñas acciones,
grandes efectos
Participar en actividades que generan sentido —voluntariado,
arte, contacto con la naturaleza— puede elevar los niveles de satisfacción
vital hasta en un 20 % en pocas semanas.
Esto confirma que los gestos aparentemente pequeños tienen
un impacto real en la bioquímica cerebral. Y es que no es el tamaño de la
acción lo que cuenta, sino su cualidad emocional. Escuchar con atención,
agradecer o ayudar son microactos de bienestar: cada uno libera
neurotransmisores que activan el sistema de recompensa y fortalecen la
sensación de propósito.
Por el contrario, la exposición constante a quejas, distracciones o hábitos automáticos
puede reducir la atención y la motivación hasta un 40 %. El malestar cotidiano no proviene solo de los
grandes dramas, sino de la repetición inconsciente de pequeñas acciones que
erosionan la serenidad.
El arte de eliminar
lo que resta
Si todo lo que hacemos produce o destruye bienestar, dejar de hacer también es una forma de acción.
La felicidad no se construye únicamente sumando experiencias, sino restando lo
que nos aleja de la calma.
Reducir el ruido digital, poner límites a las exigencias externas
o evitar relaciones drenantes son gestos que liberan recursos cognitivos y
emocionales. Minimizar las
interrupciones tecnológicas diarias mejora la atención sostenida un 30 % y
reduce los niveles de cortisol un 25 % en solo dos
semanas.
La felicidad no solo depende de lo que incorporamos,
sino también de lo que dejamos ir.
El equilibrio entre
acción y conciencia
Actuar conscientemente significa introducir intención en el
movimiento. La acción mecánica produce cansancio; la acción consciente genera
energía. Practicar la presencia —en lo que hacemos, en cómo hablamos, en cómo
respondemos— es una manera de convertir la rutina en una fuente de equilibrio.
El bienestar no
proviene del placer inmediato, sino del sentido que otorgan las acciones
repetidas. Caminar, cocinar, trabajar, cuidar o crear pueden ser
expresiones de una misma búsqueda: vivir con plenitud.
Cada acción cuenta. Cada pensamiento que repetimos, cada
conversación que sostenemos, cada gesto que ofrecemos o negamos contribuye a un
saldo emocional que acumulamos día tras día.
La felicidad no
es un estado final, sino un flujo continuo que depende de nuestra participación
activa. Los datos científicos lo confirman: casi la mitad de nuestro bienestar depende de lo que hacemos con nuestras
horas, nuestra atención y nuestra energía.
Vivir bien no consiste en buscar la felicidad como una meta,
sino en actuar de forma que la
haga posible. Y eso, en el fondo, significa elegir con conciencia: qué
hacemos, qué dejamos ir y qué construimos con cada uno de nuestros actos…
https://www.psicoactiva.com/blog/hacer-cosas-esta-muy-bien-dejar-de-hacer-otras-es-todavia-mejor/

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