La domesticación y el sueño del planeta
Lo que ves y escuchas ahora mismo no es más que un sueño. En este mismo
momento estás soñando. Sueñas con el cerebro despierto.
Soñar es la función principal de la mente, y la mente sueña veinticuatro
horas al día. Sueña cuando el cerebro está despierto y también cuando está
dormido. La diferencia estriba en que, cuando el cerebro está despierto, hay un
marco material que nos hace percibir las cosas de una forma lineal. Cuando
dormimos no tenemos ese marco, y el sueño tiende a cambiar constantemente.
Los seres humanos soñamos todo el tiempo. Antes de que naciésemos, aquellos
que nos precedieron crearon un enorme sueño externo que llamaremos el sueño de
la sociedad o el sueño del planeta. El sueño del planeta es el sueño
colectivo hecho de miles de millones de sueños más pequeños, de sueños
personales que, unidos, crean un sueño de una familia, un sueño de una comunidad,
un sueño de una ciudad, un sueño de un país, y finalmente, un sueño de toda la
humanidad. El sueño del planeta incluye todas las reglas de la sociedad, sus
creencias, sus leyes, sus religiones, sus diferentes culturas y maneras de ser,
sus gobiernos, sus escuelas, sus acontecimientos sociales y sus celebraciones.
Nacemos con la capacidad de aprender a soñar, y los seres humanos que nos
preceden nos enseñan a soñar de la forma en que lo hace la sociedad. El sueño
externo tiene tantas reglas que, cuando nace un niño, captamos su atención para
introducir estas reglas en su mente. El sueño externo utiliza a mamá y papá, la
escuela y la religión para enseñarnos a soñar.
La atención es la capacidad que tenemos de discernir y centrarnos en aquello
que queremos percibir. Percibimos millones de cosas simultáneamente, pero
utilizamos nuestra atención para retener en el primer plano de nuestra mente lo
que nos interesa. Los adultos que nos rodeaban captaron nuestra atención y, por
medio de la repetición, introdujeron información en nuestra mente. Así es como
aprendimos todo lo que sabemos.
Utilizando nuestra atención aprendimos una realidad completa, un sueño
completo.
Aprendimos cómo comportarnos en sociedad: qué creer y qué no creer;
qué es aceptable y qué no lo es; qué es bueno y qué es malo; qué es bello y qué
es feo; qué es correcto y qué es incorrecto. Ya estaba todo allí: todo el
conocimiento, todos los conceptos y todas las reglas sobre la manera de
comportarse en el mundo.
Cuando íbamos al colegio, nos sentábamos en una silla pequeña y prestábamos
atención a lo que el maestro nos enseñaba. Cuando íbamos a la iglesia,
prestábamos atención a lo que el sacerdote o el pastor nos decía. La misma
dinámica funcionaba con mamá y papá, y con nuestros hermanos y hermanas. Todos
intentaban captar nuestra atención. También aprendimos a captar la atención de
otros seres humanos y desarrollamos una necesidad de atención que siempre acaba
siendo muy competitiva. Los niños compiten por la atención de sus padres, sus
profesores, sus amigos: «¡Mírame! ¡Mira lo que hago! ¡Eh, que estoy aquí!». La
necesidad de atención se vuelve muy fuerte y continúa en la edad adulta.
El sueño externo capta nuestra atención y nos enseña qué creer, empezando
por la lengua que hablamos. El lenguaje es el código que utilizamos los seres
humanos para comprendernos y comunicarnos. Cada letra, cada palabra de cada
lengua, es un acuerdo. Llamamos a esto una página de un libro; la palabra
página es un acuerdo que comprendemos. Una vez entendemos el código, nuestra
atención queda atrapada y la energía se transfiere de una persona a otra.
Tú no escogiste tu lengua, ni tu religión ni tus valores morales: ya estaban
ahí antes de que nacieras. Nunca tuvimos la oportunidad de elegir qué creer y
qué no creer. Nunca escogimos ni el más insignificante de estos acuerdos. Ni
siquiera elegimos nuestro propio nombre.
De niños no tuvimos la oportunidad de escoger nuestras creencias, pero
estuvimos de acuerdo con la información que otros seres humanos nos
transmitieron del sueño del planeta. La única forma de almacenar información es
por acuerdo. El sueño externo capta nuestra atención, pero si no estamos de
acuerdo, no almacenaremos esa información. Tan pronto como estamos de acuerdo
con algo, nos lo creemos, y a eso lo llamamos «fe». Tener fe es creer
incondicionalmente.
Así es como aprendimos cuando éramos niños. Los niños creen todo lo que
dicen los adultos. Estábamos de acuerdo con ellos, y nuestra fe era tan fuerte,
que el sistema de creencias que se nos había transmitido controlaba totalmente
el sueño de nuestra vida. No escogimos estas creencias, y aunque quizá nos
rebelamos contra ellas, no éramos lo bastante fuertes para que nuestra rebelión
triunfase. El resultado es que nos rendimos a las creencias mediante nuestro
acuerdo.
Llamo a este proceso «la domesticación de los seres humanos». A través de
esta domesticación aprendemos a vivir y a soñar. En la domesticación humana, la
información del sueño externo se transfiere al sueño interno y crea todo
nuestro sistema de creencias. En primer lugar, al niño se le enseña el nombre
de las cosas: mamá, papá, leche, botella… Día a día, en casa, en la escuela, en
la iglesia y desde la televisión, nos dicen cómo hemos de vivir, qué tipo de
comportamiento es aceptable. El sueño extremo nos enseña cómo ser seres
humanos. Tenemos todo un concepto de lo que es una «mujer» y de lo que es un
«hombre». Y también aprendemos a juzgar: Nos juzgamos a nosotros mismos,
juzgamos a otras personas, juzgamos a nuestros vecinos…
Domesticamos a los niños de la misma manera en que domesticamos a un perro,
un gato o cualquier otro animal. Para enseñar a un perro, lo castigamos y lo
recompensamos. Adiestramos a nuestros niños, a quienes tanto queremos, de la
misma forma en que adiestramos a cualquier animal doméstico: con un sistema de
premios y castigos. Nos decían: «Eres un niño bueno», o: «Eres una niña buena»,
cuando hacíamos lo que mamá y papá querían que hiciéramos. Cuando no lo
hacíamos, éramos «una niña mala» o «un niño malo».
Cuando no acatábamos las reglas, nos castigaban; cuando las cumplíamos, nos
premiaban. Nos castigaban y nos premiaban muchas veces al día. Pronto empezamos
a tener miedo de ser castigados y también de no recibir la recompensa, es
decir, la atención de nuestros padres o de otras personas como hermanos,
profesores y amigos. Con el tiempo desarrollamos la necesidad de captar la
atención de los demás para conseguir nuestra recompensa.
Cuando recibíamos el premio nos sentíamos bien, y por ello, continuamos
haciendo lo que los demás querían que hiciéramos. Debido a ese miedo a ser
castigados y a no recibir la recompensa, empezamos a fingir que éramos lo que
no éramos, con el único fin de complacer a los demás, de ser lo bastante buenos
para otras personas. Empezamos a actuar para intentar complacer a mamá y a
papá, a los profesores y a la iglesia. Fingimos ser lo que no éramos porque nos
daba miedo que nos rechazaran. El miedo a ser rechazados se convirtió en el
miedo a no ser lo bastante buenos. Al final, acabamos siendo alguien que no
éramos. Nos convertimos en una copia de las creencias de mamá, las creencias de
papá, las creencias de la sociedad y las creencias de la religión.
En el proceso de domesticación, perdimos todas nuestras tendencias
naturales. Y cuando fuimos lo bastante mayores para que nuestra mente lo
comprendiera, aprendimos a decir que no. El adulto decía: «No hagas esto y no
hagas lo otro». Nosotros nos rebelábamos y respondíamos: «¡No!». Nos
rebelábamos para defender nuestra libertad. Queríamos ser nosotros mismos, pero
éramos muy pequeños y los adultos eran grandes y fuertes. Después de cierto
tiempo, empezamos a sentir miedo porque sabíamos que cada vez que hiciéramos
algo incorrecto recibiríamos un castigo.
La domesticación es tan poderosa que, en un determinado momento de nuestra
vida, ya no necesitamos que nadie nos domestique. No necesitamos que mamá o
papá, la escuela o la iglesia nos domestiquen. Estamos tan bien entrenados que
somos nuestro propio domador. Somos unos animales autodomesticados. Ahora nos
domesticamos a nosotros mismos según el sistema de creencias que nos
transmitieron y utilizando el mismo sistema de castigo y recompensa. Nos
castigamos a nosotros mismos cuando no seguimos las reglas de nuestro sistema
de creencias; nos premiamos cuando somos «un niño bueno» o «una niña buena».
Nuestro sistema de creencias es como el Libro de la Ley que gobierna nuestra
mente. No es cuestionable; cualquier cosa que esté en ese Libro de la Ley es
nuestra verdad. Basamos todos nuestros juicios en él, aún cuando vayan en
contra de nuestra propia naturaleza interior. Durante el proceso de
domesticación, se programaron en nuestra mente incluso leyes morales como los
Diez Mandamientos. Uno a uno, todos esos acuerdos forman el Libro de la Ley y
dirigen nuestro sueño.
Hay algo en nuestra mente que lo juzga todo y a todos, incluso el clima, el
perro, el gato… Todo. El Juez interior utiliza lo que está en nuestro Libro de
la Ley para juzgar todo lo que hacemos y dejamos de hacer, todo lo que pensamos
y no pensamos, todo lo que sentimos y no sentimos. Cada vez que hacemos algo
que va contra el Libro de la Ley, el Juez dice que somos culpables, que
necesitamos un castigo, que debemos sentirnos avergonzados. Esto ocurre muchas
veces al día, día tras día, durante todos los años de nuestra vida.
Hay otra parte en nosotros que recibe los juicios, y a esa parte la llamamos
«la Víctima». La Víctima carga con la culpa, el reproche y la vergüenza. Es esa
parte nuestra que dice: « ¡Pobre de mí! No soy suficientemente bueno, ni inteligente
ni atractivo, y no merezco ser amado. ¡Pobre de mí!». El gran Juez lo reconoce
y dice: «Sí. No vales lo suficiente». Y todo esto se fundamenta en un sistema
de creencias en el que jamás escogimos creer. Y el sistema es tan fuerte que,
incluso años después de haber entrado en contacto con nuevos conceptos y de
intentar tomar nuestras propias decisiones, nos damos cuenta de que esas
creencias todavía controlan nuestra vida.
Cualquier cosa que vaya contra el Libro de la Ley hará que sintamos una extraña
sensación en el plexo solar, una sensación que se llama miedo. Incumplir las
reglas del Libro de la Ley abre nuestras heridas emocionales, y reaccionamos
creando veneno emocional. Dado que todo lo que está en el Libro de la Ley tiene
que ser verdad, cualquier cosa que ponga en tela de juicio lo que creemos nos
hace sentir inseguros. Aunque el Libro de la Ley esté equivocado, hace que nos
sintamos seguros.
Por este motivo, necesitamos una gran valentía para desafiar nuestras
propias creencias; porque, aunque sepamos que no las escogimos, también es
cierto que las aceptamos. El acuerdo es tan fuerte, que incluso cuando sabemos
que el concepto es erróneo, sentimos la culpa, el reproche y la vergüenza que
aparecen cuando actuamos en contra de esas reglas.
De la misma forma que el gobierno tiene un Código de Leyes que dirige el
sueño de la sociedad, nuestro sistema de creencias es el Libro de la Ley que
gobierna nuestro sueño personal. Todas estas leyes existen en nuestra mente,
creemos en ellas, y nuestro Juez interior lo basa todo en ellas. El Juez
decreta y la Víctima sufre la culpa y el castigo. Pero ¿quién dice que este
sueño sea justo? La verdadera justicia consiste en pagar sólo una vez por cada
error. Lo que es verdaderamente injusto es pagar varías veces por el mismo
error.
¿Cuántas veces pagamos por un mismo error? La respuesta es: miles de veces.
El ser humano es el único animal sobre la Tierra que paga miles de veces por el
mismo error. Los demás animales pagan sólo una vez por cada error. Pero nosotros
no. Tenemos una gran memoria. Cometemos una equivocación, nos juzgamos a
nosotros mismos, nos declaramos culpables y nos castigamos. Sí fuese una
cuestión de justicia, con eso bastaría; no necesitamos repetirlo, Pero cada vez
que lo recordamos, nos juzgamos de nuevo, volvemos a considerarnos culpables y
nos volvemos a castigar, una y otra vez, y otra, y otra más. Si estamos
casados, también nuestra mujer o nuestro marido nos recuerdan el error, y así
volvemos a juzgarnos de nuevo, nos castigamos otra vez y nos volvemos a sentir
culpables. ¿Acaso es esto justo?
¿Cuántas veces hacemos que nuestra pareja, nuestros hijos o nuestros padres
paguen por el mismo error? Cada vez que recordamos el error, los culpamos de
nuevo y les enviamos todo el veneno emocional que sentimos frente a la
injusticia; hacemos que vuelvan a pagar por ello. ¿Eso es justicia? El Juez de
la mente está equivocado porque el sistema de creencias, el Libro de la Ley, es
erróneo. Todo el sueño se fundamenta en una ley falsa. El 95 por ciento de las
creencias que hemos almacenado en nuestra mente no son más que mentiras, y si
sufrimos es porque creemos en todas ellas. En el sueño del planeta, a los seres
humanos les resulta normal sufrir, vivir con miedo y crear dramas emocionales.
El sueño externo no es un sueño placentero; es un sueño lleno de violencia, de
miedo, de guerra, de injusticia. El sueño personal de los seres humanos varía,
pero en conjunto es una pesadilla. Si observamos la sociedad humana,
comprobamos que es un lugar en el que resulta muy difícil vivir, porque está
gobernado por el miedo. En el mundo entero, vemos sufrimiento, cólera,
venganza, adicciones, violencia en las calles y una tremenda injusticia. Esto
existe en diferentes niveles en los distintos países del mundo, pero el miedo
controla el sueño externo.
Si comparamos el sueño de la sociedad humana con la descripción del Infierno
que las distintas religiones de todo el mundo han divulgado, descubrimos que
son exactamente iguales. Las religiones dicen que el Infierno es un lugar de
castigo, de miedo, de dolor y de sufrimiento, un lugar donde el fuego te quema.
Cada vez que sentimos emociones como la cólera, los celos, la envidia o el
odio, experimentamos un fuego que arde en nuestro interior. Vivimos en el sueño
del Infierno.
Si consideramos que el Infierno es un estado de ánimo, entonces nos rodea
por todas partes. Tal vez otras personas nos adviertan que si no hacemos lo que
ellas dicen que deberíamos hacer, iremos al Infierno. Pero ya estamos en el
Infierno, incluso la gente que nos dice eso. Ningún ser humano puede condenar a
otro al Infierno, porque ya estamos en él. Es cierto que los demás pueden
llevarnos a un Infierno todavía más profundo, pero únicamente si nosotros se lo
permitimos.
Cada ser humano, hombre o mujer, tiene su sueño
personal, que, al igual que ocurre con el sueño de la sociedad, a menudo está
dirigido por el miedo. Aprendemos a soñar el Infierno en nuestra propia vida,
en nuestro sueño personal. El mismo miedo se manifiesta de distintas maneras en
cada persona, por supuesto, porque todos sentimos cólera, celos, odio, envidia
y otras emociones negativas. Nuestro sueño personal también puede convertirse
en una pesadilla permanente en la que sufrimos y vivimos en un estado de miedo
constante. Sin embargo, no es necesario que nuestro sueño sea una pesadilla.
Podemos disfrutar de un sueño agradable.
Toda la humanidad busca la Verdad, la justicia y la
belleza. Estamos inmersos en una búsqueda eterna de la Verdad porque sólo
creemos en las mentiras que hemos almacenado en nuestra mente. Buscamos la
justicia porque en el sistema de creencias que tenemos no existe. Buscamos la
belleza porque, por muy bella que sea una persona, no creemos que lo sea.
Seguimos buscando y buscando cuando todo está ya en nosotros. No hay ninguna
Verdad que encontrar. Dondequiera que miremos, todo lo que vemos es la Verdad,
pero debido a los acuerdos y las creencias que hemos almacenado en nuestra
mente, no tenemos ojos para verla.
No vemos la Verdad porque estamos ciegos. Lo que nos ciega son todas esas
falsas creencias que tenemos en la mente. Necesitamos sentir que tenemos razón
y que los demás están equivocados. Confiamos en lo que creemos, y nuestras
creencias nos invitan a sufrir. Es como si viviésemos en medio de una bruma que
nos impide ver más allá de nuestras propias narices. Vivimos en una bruma que
ni siquiera es real. Es un sueño, nuestro sueño personal de la vida: lo que
creemos, todos los conceptos que tenemos sobre lo que somos, todos los acuerdos
a los que hemos llegado con los demás, con nosotros mismos e incluso con Dios.
Toda nuestra mente es una bruma que los toltecas llamaron mitote. Nuestra
mente es un sueño en el que miles de personas hablan a la vez y nadie comprende
a nadie. Esta es la condición de la mente humana: un gran mitote, y así es
imposible ver lo que realmente somos. En la India lo llaman maya, que significa
«ilusión». Es nuestro concepto del «yo». Todo lo que creemos sobre nosotros
mismos y el mundo, todos los conceptos y programas que tenemos en la mente,
todo eso es el mitote. Nos resulta imposible ver quiénes somos verdaderamente;
nos resulta imposible ver que no somos libres.
Esta es la razón por la cual los seres humanos nos resistimos a la vida. Estar vivos es nuestro mayor miedo. No es la muerte; nuestro mayor miedo es arriesgarnos a
vivir: correr el riesgo de estar vivos y de expresar lo que realmente somos.
Hemos aprendido a vivir intentando satisfacer las exigencias de otras personas.
Hemos aprendido a vivir según los puntos de vista de los demás por miedo a no
ser aceptados y de no ser lo suficientemente buenos para otras personas.
Durante el proceso de domesticación, nos formamos una imagen mental de la
perfección con el fin de tratar de ser lo suficientemente buenos. Creamos una
imagen de cómo deberíamos ser para que los demás nos aceptaran. Intentamos
complacer especialmente a las personas que nos aman, como papá y mamá, nuestros
hermanos y hermanas mayores, los sacerdotes y los profesores. Al tratar de ser
lo suficientemente buenos para ellos, creamos una imagen de perfección, pero no
encajamos en ella. Creamos esa imagen, pero no es una imagen real. Bajo ese
punto de vista, nunca seremos perfectos. ¡Nunca!
Como no somos perfectos, nos rechazamos a nosotros mismos. El grado de
rechazo depende de lo efectivos que hayan sido los adultos para romper nuestra
integridad. Tras la domesticación, ya no se trata de que seamos lo
suficientemente buenos para los demás. No somos lo bastante buenos para
nosotros mismos porque no encajamos en nuestra propia imagen de perfección. Nos
resulta imposible perdonarnos por no ser lo que desearíamos ser, o mejor dicho,
por no ser quien creemos que deberíamos ser. No podemos perdonarnos por no ser
perfectos.
Sabemos que no somos lo que creemos que deberíamos ser, de modo que nos
sentimos falsos, frustrados y deshonestos. Intentamos ocultarnos y fingimos ser
lo que no somos. El resultado es un sentimiento de falta de autenticidad y una
necesidad de utilizar máscaras sociales para evitar que los demás se den
cuenta. Nos da mucho miedo que alguien descubra que no somos lo que pretendemos
ser. También juzgamos a los demás según nuestra propia imagen de la perfección,
y naturalmente no alcanzan nuestras expectativas.
Nos deshonramos a nosotros mismos sólo para complacer a otras personas.
Incluso llegamos a dañar nuestro cuerpo para que los demás nos acepten. Vemos a
adolescentes que se drogan con el único fin de no ser rechazados por otros
adolescentes. No son conscientes de que el problema estriba en que no se
aceptan a sí mismos. Se rechazan porque no son lo que pretenden ser. Desean ser
de una manera determinada, pero no lo son, y esto hace que se sientan culpables
y avergonzados. Los seres humanos nos castigamos a nosotros mismos sin cesar
por no ser como creemos que deberíamos ser. Nos maltratamos a nosotros mismos y
utilizamos a otras personas para que nos maltraten.
Pero nadie nos maltrata más que nosotros mismos; el Juez, la Víctima y el
sistema de creencias son los que nos llevan a hacerlo. Es cierto que algunas
personas dicen que su marido o su mujer, su madre o su padre las maltrataron,
pero sabemos que nosotros nos maltratamos todavía más. Nuestra manera de
juzgarnos es la peor que existe. Si cometemos un error delante de los demás,
intentamos negarlo y taparlo; pero tan pronto como estamos solos, el Juez se
vuelve tan tenaz y el reproche es tan fuerte, que nos sentimos realmente
estúpidos, inútiles o indignos.
Nadie, en toda tu vida, te ha maltratado más que tú mismo. El límite del
maltrato que tolerarás de otra persona es exactamente el mismo al que te
sometes tú. Si alguien llega a maltratarte un poco más, lo más probable es que
te alejes de esa persona. Sin embargo, si alguien te maltrata un poco menos de
lo que sueles maltratarte tú, seguramente continuarás con esa relación y la
tolerarás siempre.
Si te castigas de forma exagerada, es posible que incluso llegues a tolerar
a alguien que te agrede físicamente, te humilla y te trata como si fueras
basura. ¿Por qué? Porque, de acuerdo con tu sistema de creencias, dices: «Me lo
merezco. Esta persona me hace un favor al estar conmigo. No soy digno de amor
ni de respeto. No soy suficientemente bueno».
Necesitamos que los demás nos acepten y nos amen, pero nos resulta imposible
aceptarnos y amarnos a nosotros mismos. Cuanta más autoestima tenemos, menos
nos maltratamos. El abuso de uno mismo nace del auto-rechazo, y éste de la
imagen que tenemos de lo que significa ser perfecto y de la imposibilidad de
alcanzar ese ideal. Nuestra imagen de perfección es la razón por la cual nos
rechazamos; es el motivo por el cual no nos aceptamos a nosotros mismos tal
como somos y no aceptamos a los demás tal como son.