EL EFECTO ALGODÓN DE AZÚCAR
Yo tenía unos cinco o seis años. Iba con mis padres por una
feria de juguetes en diciembre, la Navidad estaba cerca y todo tenía ese
aspecto transformado que adquiere en esas fechas a veces de forma inexplicable.
Siempre fui una de esas niñas que nunca pedía nada. No me
salían las palabras de la boca aunque deseara algo con todas mis fuerzas, me
callaba. Lo hacía por no abusar, por no molestar. Siempre tenía la sensación de
estar en medio de todo estorbando y a punto de tirar al suelo un jarrón
carísimo. Por eso, me callaba y no pedía nada. Eran mis padres los que
siempre me decían “si quieres algo, pídelo, no pasa nada”.
Aquella tarde, no sé si emocionada por las luces y los villancicos que sonaban por aquel altavoz de forma machacona e insistente, me dejé llevar y se me ocurrió pedir un algodón de azúcar por primera y última vez en mi vida.
El caso es que mis padres me lo compraron. Recuerdo que
hacía mucho frío, eran como las seis de la tarde y era noche cerrada ya,
excepto por las luces que había por todas partes y que me hacían sentir que
aquella ocasión era especial… Olía delicioso y me pareció lo más perfecto que
había visto en mucho tiempo. Aquella textura esponjosa, aquel color delicado…
Tomé aquella nube en mis manos y le di un bocado que me pareció sublime.
Estaba contenta y emocionada con mi tesoro dulce de color rosa y justo cuando
lo empezaba a saborear, pasó un hombre con un abrigo ostentoso muy, muy cerca
de mí y se lo llevó prendido en la espalda… Mi tesoro rosa y suave era a la vez
pegajoso y escurridizo. Me quedé rota y descompuesta… Sentí la vocecilla que me
decía “es que tú ya sabes que no puedes pedir nada, no lo ves” y me sentí
pequeña, minúscula, invisible, impotente. Me sentí tan vacía y desconcertada…
Como si siempre que me atreviera finalmente a pedir lo que
deseaba me fuera a encontrar con uno de esos hombres con ese tipo de abrigo por
el mundo preparados para llevárselo. Miré por la feria y vi muchos hombres con
abrigo y me di cuenta de que siempre iba a pasar lo mismo. Mientras mi algodón
de azúcar se alejaba entre la multitud, tomé la decisión de no pedir nada más.
Aquello de acariciar lo que sueñas y perderlo me pareció una broma cruel de la
vida que no quería volver a soportar.
A veces, pensamos que no nos merecemos lo que deseamos. Ni
siquiera nos atrevemos a vivirlo y pedirlo e ir a por ello. Es como si la vida
se acomodara a nuestros pensamientos y emociones. Como si apartáramos de
nuestro lado todo aquello de lo que no nos creemos dignos. A veces, un algodón
de azúcar y otras veces situaciones, personas, momentos. Yo lo llamó el “efecto
algodón de azúcar” y muchas personas viven y vivimos sujetas a él hasta que nos
decidimos a soltar ese lastre y revisar nuestras creencias…
Hasta que nos damos cuenta de que demasiado a menudo los que
nos decimos “no” somos nosotros mismos y todo lo que nos rodea acompaña esa
decisión. Como si una vez has decidido que no te mereces navegar o que, si lo
mereces sabes que la vida no te lo concederá, el viento, el mar y el barco se
pusieran de acuerdo para embarrarse en la arena y no permitirte zarpar.
Siempre tuve esa sensación. La de que por más que hiciera
nunca sería suficiente.
Como si todo fuera más complicado y difícil para mí. Aunque
hiciera méritos y me esforzara mucho, aunque no pidiera demasiado.
Como si a pesar de merecer, me estuviera vetado porque sí…
Como si hubiera algo en mí defectuoso e imperfecto que
mereciera el doloroso castigo de desear sin poder conseguir.
Como si el mundo fuera un lugar repleto de personas con
abrigos ostentosos haciendo guardia a la espera que yo volviera a pedir mi
algodón de azúcar para llevárselo. Aunque no es cierto, la que hacía guardia
siempre era yo. Al acecho conmigo misma. No permitiéndome soñar ni pedir, ni
creerme que era posible. Poniéndome ese listón tan alto que cuando caía sobre
mí me golpeaba la cabeza. Soñando a medias para no enfurruñar a los dioses.
Queriendo hacerlo todo perfecto para que el mundo se diera cuenta de que
merezco recompensa… Y la que no se había dado cuenta era yo, que pensaba que
tenía que dejarme el alma en todo para merecer, para ser válida, para ser
aceptada, para ser amada y respetada porque no me respetaba yo.
No vamos a alcanzar todos nuestros sueños, pero no
permitírnoslos es maltratarnos, es empequeñecernos, es recortarnos las alas.
Decidir que no merecemos es una forma de desamor con nosotros mismos que nos
destroza por dentro. Somos tan grandes cuando nos entregamos a lo que nos
hace sentir y disfrutar, no por el resultado, por la felicidad de vivirlo y
disfrutarlo. El ser humano es inconmensurable cuando se entrega a lo que ama y
pone el alma en lo que hace. Sin sufrir, sin desgarrarse, sin romperse, sin
tener nada que demostrar, sólo por amor, por compartir, por aportar lo que es y
lo que sabe.
Lo hermoso nunca es complicado. Hay tanta belleza en la
sencillez, en la fluidez, en la capacidad de que todo encaje sin artificio, sin
que nada tenga que estallar ni romperse. Es cuando no dejamos que eso pase de
forma simple, natural, tranquila, que necesitamos que se rompa, que reviente,
que explote, que termine, que se hunda para poder ver qué flota, qué permanece,
qué queda, qué es lo que realmente era esencial.
Cuando nos enquistamos tanto en no permitirnos lo que
merecemos y queremos durante mucho tiempo, para poder remediarlo, esa fuerza
que todos llevamos dentro tiene que liberarse de forma abrupta y salir creando
una ráfaga poderosa, un estallido inmenso, una erupción monumental… En
ocasiones, lo que no nos permitimos no es un sueño, ni siquiera eso… A veces
nos privamos de paz, de momentos de sosiego, de quedarnos con un pedazo del
pastel cuando repartimos porque siempre anteponemos a otros, de buscar tiempo
para hacer algo que nos gusta, de pensar en qué necesitamos y ser capaces de decirlo
en voz alta.
El efecto algodón de azúcar no surge con el misterioso
hombre del abrigo, nace en la mente de una niña que se sentía insignificante e
indigna y no se atrevía a soñar ni pedir lo que deseaba. Y es en su mente donde
debe obrarse el cambio para empezar a permitirse esas cosas que le hacen
ilusión. Tanto si las consigue como si no. Porque lo que importa es que sepa
que las merece.
Amigos, a por nuestro algodón de azúcar. No importa si
hay al acecho señores con abrigos, si a veces nuestros pensamientos nos dicen
lo contrario, podemos pedir otro e insistir, y si no, encontrar algo que
nos apetezca incluso más. No se trata de conseguir sino de permitirse
disfrutar, sentir y merecer.
Mercè Roura
(La de la foto es mi hija hace
dos años en una feria… Ella pide lo que desea siempre, seguramente porque se
cree merecedora y capaz, eso a mí me encanta y me fascina. A veces, se lo puedo
dar y otras no, pero nunca se siente menos por ello.)
https://mercerou.wordpress.com/2020/12/22/el-efecto-algodon-de-azucar/
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