MADURAR CON HUMOR Y ALEGRIA
"Maduramos
el día en que nos reímos francamente de nosotros mismos".
Nos pasamos media vida tratando de tomar en serio
nuestro papel en el mundo y, otra media, tratando de aligerar el peso que
tuvimos que cargar para salir adelante. Media vida poniendo un rostro grave
para que nos tomen en serio y, otra media, tratando de reírnos un poco de
nosotros mismos mientras compartimos el “tinglado” de la doble moral y las
corrupciones silenciosas. Un espacio lúdico y patético en el que todos “están
en el ajo”, incluida la propia persona.
Madurar es un objetivo que promete serenidad y
disminución del sufrimiento existencial. De hecho, el proceso de maduración
conlleva una permanente reducción de la importancia personal y de la
importancia que a su vez, parecen tener las cosas.
Conforme uno crece y se desarrolla, vive la cara y
la cruz de la moneda de casi todas las situaciones de la vida. Y dicha toma de
consciencia, de pronto, crea la liberación de ese miedo sutil que inspiraba la
solemne dramatización del camino de ida.
El hecho de reconocer que hemos cometido todos los
pecados que un día atrás llegamos a condenar, disuelve la circunspección
con la que se adornan los asustados púberes que todavía creen en lo que
opinan.
El sentido del humor merece una alabanza que como
signo de flexibilidad, pone en “tela de juicio” las verdades que encorsetan a
este mundo de ambición uniformada y clones de éxito oficial.
¿QUÉ PUEDE HACER UNO PARA REÍRSE UN POCO MÁS DE SÍ
MISMO?
En principio, no reñir a las partes de nosotros que
no “dan la talla” y, seguidamente, proclamar nuestras debilidades y carencias,
justo en el momento en que aparecen por la puerta de nuestra consciencia.
Una vez reconocidas, conviene dejar el camino de la
culpa y la exigencia, y cruzar por el que dice: “REÍRSE RÁPIDO DE NUESTRA LIMITACIÓN Y
TORPEZA, ANTES DE QUE SE OLVIDE Y DESAPAREZCA”.
Si aún así, a usted le cuesta, ríase de su seriedad,
tal vez de sus kilos de más y de su importancia personal.
Ríase del miedo al fracaso, del temor al engaño y
del fantasma de la soledad.
Ríase de su intestino, de sus comilonas y de sus
adicciones varias.
Ríase de su inseguridad, de sus lágrimas en el cine
y de sus anhelos de pareja perfecta
Ríase de su vergüenza, del ridículo que un día hizo
y de sus exageraciones patológicas.
Ríase de su incertidumbre y de su ansiedad
soterrada.
Ríase de su cuerpo, de sus enfermedades y de la
sutil decadencia.
Ríase de su orgullo, de sus envidias y de su
impaciencia.
Ríase de sus anhelos espirituales, de sus fantasías
y de sus ansias varias.
Ríase de sus dolores, de sus lágrimas y de sus
miedos a empezar una vez tras otra.
Ríase de su insolencia, de sus fallos y de la
puntual estrechez de su consciencia.
Ríase de sus bajones, de su cólera y de sus
carencias.
Ríase del flujo de sus dineros, de sus pasiones y de
sus emociones extremas.
Ríase de los momentos opacos, de sus ciclos bajos y
de las noches oscuras del alma.
Ríase de su incomodidad ante las críticas, de su
perfeccionismo y de su cólera.
Ríase de la enfermedad y del miedo a una muerte sin
vuelta.
Ríase de no haber hecho lo que quería, de no haberse
enamorado más de la vida y de haber perdido el profundo sabor de la
presencia.
Ríase de los momentos miserables en los que siente
perdido el noble rostro de su alma.
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Fuente: “Inteligencia del alma”, José María Doria
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