DICEN LAS ESTRELLAS QUE LOS
FUGACES SOMOS NOSOTROS
Hace mucho que me cansé de soplar dientes de
león, de pedir deseos a mis velas de cumpleaños y de buscar tréboles de cuatro
hojas. Ahora busco la magia en mis dedos y la suerte en mi corazón…
Porque al fin y al cabo, los fugaces somos nosotros y no las estrellas. Por
eso, el mejor
momento de ser feliz siempre es ahora.
Es posible que muchos de nosotros nos sintamos
identificados con estas líneas, sin embargo ¿cuándo fue la última vez que nos
atrevimos a dejar el reloj -y el móvil- a un lado para vivir con intensidad el
“aquí y ahora”? A las personas se nos olvida
a menudo que el término “presente” también significa “regalo”,
y que los buenos regalos se disfrutan, se deleitan y ante todo, se aprecian.
Si la vida te golpea diez veces levántate once,
porque las estrellas más brillantes salen en las noches más
oscuras.
Porque los fugaces somos nosotros y no ellas.
Alguien de quienes
deberíamos aprender cada día son los niños.
En cada uno de sus juegos acontece la magia y la pasión más innata. Van de un
estímulo a otro apreciando ese presente,
donde se suceden infinitas cosas interesantes de las que aprender. Hasta que al
poco, aparece la voz del adulto apremiándolos, introduciéndolos en esa
enfermedad llamada PRISA y en un enemigo llamado TIEMPO.
Nos hemos acostumbrado a
medir el tiempo sobre la base de la cantidad y no en la calidad. Los niños solo pueden
ser niños y jugar de 6 a 7, mientras que los adultos postergamos nuestra
felicidad al viernes o a las vacaciones de verano. No es lo
adecuado. Te proponemos reflexionar sobre ello.
La sociedad que ya no mira a
las estrellas
Las cosas fugaces siempre nos han parecido
hermosas. Una flor de invierno, la gota de rocío al amanecer, el arcoiris
después de la tormenta… Ahora bien, se nos olvida
que también nosotros somos fugaces y maravillosamente hermosos, y que el tiempo no es algo que
tengamos precisamente garantizado. El tiempo es un regalo y está en nuestra mano
saber aprovecharlo.
Sin embargo, no es algo que estemos haciendo
precisamente bien. Ya no nos parecemos en nada a aquellas sociedades que
miraban a las estrellas y aprendían de sus ciclos. Vivimos en la sociedad de la multitarea,
donde nos hemos quedado sin espacios para la reflexión o la imaginación. El tiempo, ahora, lejos de ser un
regalo se nos escapa de las manos. Es como el polvo estelar que orbita perdido
entre los planetas.
Apremiamos a nuestros hijos a que dejen sus
juguetes, a que acaben pronto los deberes para ir a clase de idiomas, más tarde
a música y después a ballet. Nosotros, mientras tanto, preparamos la
agenda de mañana y atendemos las noticias. Esos informativos, en cuya parte
inferior aparecen más titulares, para que no perdamos en ningún momento la
sensación de inmediatez. Porque siempre ocurre
algo que debemos conocer.
Somos esa sociedad que solo mira a las estrellas
para pedir deseos: para clamar por la felicidad perdida. Porque la multitarea
y la sobreexigencia no trae como resultado la eficacia. El cerebro no funciona de este modo.
La sobrecarga lo vuelve ineficiente e irremediablemente infeliz.
Somos maravillosamente
fugaces, aprende a brillar
Somos criaturas fugaces, es cierto. Nuestra cuota
de vida es limitada, por tanto, es necesario que durante este maravilloso viaje
aprendamos a hacer algo: a brillar.
Porque parar el reloj y vivir intensamente es
posible, de hecho, ni siquiera hace falta que busquemos grandes aventuras. Lo importante es vestirnos con nuestra
mejor actitud, aunque lo que hagamos durante gran parte del día sea rutinario. Se trata de
saber disfrutar.
El tiempo no vuelve atrás, por tanto, planta tu jardín y
adorna tu alma
en lugar de esperar a que alguien te traiga flores.
-William Shakespeare-
David M. Levy,
científico y profesor de la Universidad de Washington, nos explica que para aprender a estar más presentes,
sería necesario conectarnos de vez en cuando al silencio.
Nuestra atención es limitada y sin embargo, llenamos nuestra mente múltiples
estímulos y ruidos persistentes.
Necesitamos nuestro propio
ecosistema mental donde relajarnos. Un bosque, una marisma
de paz y silencio en el centro de la mente donde detener nuestro reloj para
apreciar el tiempo como lo que es: un regalo. Una dimensión en la que
sumergirnos con nuestros cinco sentidos, como lo hacen los niños
cuando les permitimos “ser niños” de verdad.
Porque la
satisfacción vital no se alcanza por las tareas realizadas o por el número de
experiencias vividas. Sino por la intensidad con la que uno ha
sabido apreciar cada acto, cada detalle,
cada aspecto de su historia personal. Es ahí donde se halla nuestra auténtica
luz interior, esa que seguramente rivalizaría con la estrella más brillante del
firmamento.
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