El
camino de vuelta a casa es una forma de expresión de todos
aquellos, que un día decidieron salirse de las creencias y el
conocimiento impuesto y programado, y tras aceptar y comprender
mejor el “camino del despertar”, decidieron comenzar a
transitarlo.
Si
bien en el corazón humano laten aspiraciones sobre una existencia
feliz en la que no exista el dolor, conforme vamos madurando y, en
consecuencia, aceptando “LO QUE HAY”, comprendemos que el dolor
tiene sentido cuando éste es vivido desde la Presencia. Llega el
día en el que se disuelven las resistencias y la vida fluye como
una auténtica aventura de la consciencia.
El
hecho de aceptar lo que sucede, no es algo tan fácil como lo pueda
ser la estéril resignación que nace de la cabeza. Bien sabemos que
la verdadera aceptación sólo es posible al dejarnos encontrar por
eso del corazón, tan inafectado y estable que no se altera ante las
contracciones de nuestra naturaleza externa.
En
realidad, en el camino de vuelta nos desprendemos de las tentaciones
de evitar lo que duele si eso conlleva el evadir los deberes y
responsabilidades de cumplir correctamente con nuestra misión de
vida (la que nosotros hemos elegido).
Y
aunque la mente diseña vivencias de alta cultura, no podemos eludir
la “dosis urbana” de aprendizaje y gestión que demanda la vida
que elegimos vivir para nuestra evolución correcta.
En
el camino de vuelta se sabe que nadie va a liberarnos de nuestras
carencias y nuestras sombras psicológicas. No hay pareja que lo
logre, no hay hijo que prometa, no hay progenitor sabio ni cuenta
bancaria que nos libere de lo que esa Inteligencia de Vida sabe que
necesitamos atravesar para despertar la conciencia.
Observamos
que el anhelo de lucidez y de mantener el corazón abierto a la
bondad amorosa convive con las miserias cotidianas de la naturaleza
humana. Bien sabemos también que todo lo que sucede es neutro, y
que son nuestras íntimas interpretaciones de lo que sucede, las que
contraen o expanden la vulnerable dimensión de nuestra
personalidad.
El
trabajo de “aprender a vivir” es visto y comprendido como un
arte, un arte cuyo doctorado es otorgado, no sólo por los años
vividos, sino también por el aprendizaje que hayamos conseguido
integrar. Se trata de una dimensión incognoscible, o inteligencia
transpersonal, que permite que todo fluya de manera correcta.
Conforme
vamos volviendo a casa, algo en nosotros sabe de qué va realmente
“el camino”. Comenzamos a reconocer como perfecto lo que hay,
aunque a nuestra mente y nuestro cuerpo, no le guste y se contraiga.
Por fin se manifiesta esa dimensión interna y estable que, como un
faro, nos va iluminando el camino para no perdernos. Tal estabilidad
es el fruto sereno de quien ha atravesado aquellos primeros tiempos
de visiones estrelladas y estados de exaltación interna.
Cuando
el alma emprende el camino de vuelta, bendice los tiempos pasados en
los que deseó fervientemente conquistar aquella intensa luz que se
vislumbraba entre chispazos de sabiduría.
El
camino de vuelta es una senda que transcurre por el recorrido de
nuestra evolución, una vía de fertilidad que brota de la propia
Humanidad plenamente manifestada.
La
serenidad y la compasión bien entendida, abrazan toda forma de
vida, sin la carga de rechazo y fascinación que precedió en los
tiempos en que reinaba la imposición y las creencias.
Para
conocer algo, ya no es necesario poseerlo. Aprendemos a sentir, a
empatizar y a vivir desde un nivel elevado de percepción, donde el
vacío es plenitud, y la alegría sutil carece de causa.
El
alma, en su camino de vuelta, relativiza el valor de lo material con
tanto esfuerzo conseguido. Sucede que los pensamientos se han
tornado detectables y mientras la mente piensa, la consciencia
señala que estos tan sólo son paquetes de ideas. Podríamos decir
que el ser humano se asemeja a una antena por la que pasan múltiples
frecuencias.
Sensaciones,
emociones y pensamientos vienen y van en un tránsito continuo. Y lo
inmutable, absoluto y no nacido, se revela digno y arraigado en el
torbellino de la esencia. Es entonces cuando nuestra vida atraviesa
múltiples situaciones cargadas de risas y lágrimas.
La
vida es vivida tal cual viene en toda su plenitud; el alma ha
aprendido a discernir entre el dolor y el sufrimiento como la
lección principal.
Por
fin ella un día comprendió que la resistencia, la dramatización y
el enfado ante el dolor aprisionaban la belleza. Se comprende con
claridad que el dolor en sí mismo forma parte del aprendizaje al
nacer a la vida encarnada. Aquellos primeros dientes que salían con
llantinas, las distorsionantes hormonas de la adolescencia, las
primeras traiciones, desconsuelos y la inevitable carrera de
adquisiciones y pérdidas. Todo un rosario de contracciones y
expansiones que, conforme vienen, se van, dejando frutos de
maduración y capacidades insospechadas.
El
ser humano, en el camino de vuelta aprende a no resistirse porque
algo dentro de él mismo sabe de qué va todo el proceso. Y cuando
este dolor llega, proponiendo desidentificaciones y desapegos,
confía en su Inteligencia Transpersonal que aporta sentido y visión
unificada.
Con
profunda humildad, se atraviesan los umbrales más oscuros, porque
incluso en la máxima oscuridad, el alma desprende siempre una tenue
luminosidad que nunca se apaga.
El
alma comprende que la oscuridad no existe, que es tan sólo ausencia
de luz en pleno tránsito evolutivo, y que las estrellas nunca se
han apagado, aunque haya nubes en el cielo que nos impidan verlas.
Es
entonces cuando el corazón revela lo sagrado que constituye nuestra
esencia, aunque ese constructo llamado “yo” se resista en sus
efímeros ciclos de ida y vuelta.
No hay comentarios:
Publicar un comentario