NO ESPERES A QUE LOS DEMÁS TE DIGAN QUE SÍ, DÍTELO TÚ MISMO
Esperar oculto bajo la escalera o en un armario a ver si te encuentran mientras juegas al escondite. ¿Lo recuerdas de cuando eras niño? Aguardar esos minutos en silencio con el corazón desbocado, con esa emoción intensa en la garganta de puras ganas de gritar de ilusión, la respiración entrecortada por no soportar más el suspense… No hay fármaco que consiga el subidón sin efectos secundarios de esos momentos, esas emociones, esas risas… No lo hay. No hay pastilla que iguale el amasijo de emociones de una primera cita o el de consultar una lista definitiva y ver que estás dentro, que te han dicho que sí, que lo has conseguido.
Necesitamos pertenecer, formar parte de algo, estar en el grupo porque pensamos que si no, moriremos y nos quedaremos solos. Que nada de lo que hagamos tendrá sentido y nadie nos recordará cuando ya no estemos. Nos sentimos tan solos estando con nosotros mismos que pagamos cualquier precio a veces por estar con otros, por ser aceptados y formar parte de la tribu. Por sentir que alguien nos cubre la espalda, aunque a veces sea para apuñalarla y saber que tendremos con quién compartir nuestros problemas, aunque en ocasiones no nos escuchen.
Nos
moldeamos para encajar en el molde, para parecer como los demás, tener el mismo
aspecto, emanar el mismo aroma, cobijar los mismos sueños y los mismos miedos…
Ser otros para ser aceptados y vivir una vida aceptable. ¿Hasta dónde estamos
dispuestos a soportar vivir en apariencia para que no nos rechacen? tragar
opiniones, disimular emociones, esconder talentos que puedan molestar a otros…
No brillar demasiado para no destacar y ofender, pero siendo siempre útiles
para no parecer innecesarios.
Y
aguantamos mucho tiempo hasta no poder más. Hasta que el subidón de pertenecer
a la tribu no compensa y el dolor inmenso de traicionarnos pasa factura. Hasta
que la incoherencia nos asfixia y empezamos a decir no. Les miramos y les
culpamos a ellos por “todo lo que nos han hecho hacer hasta ahora” porque no
hemos sido libres para poder ser aceptados por ellos. Aunque, en realidad, la
responsabilidad (que no la culpa) es nuestra por habernos empequeñecido, por
haber reducido nuestros sueños y deseos a los suyos, por haber pensado que no
éramos buenos ni suficiente tal como éramos y teníamos que mostrar al mundo una
versión distinta que pudieran amar…
Los
primeros en juzgarnos insuficientes e inaceptables fuimos nosotros porque no
sabíamos más. Porque nadie nos dijo que éramos perfectos tal y como éramos, porque
no habíamos aprendido a amarnos ni reconocer nuestro gran valor. Porque
pensábamos que la vida era el subidón cuando en realidad la felicidad era la
calma tras la coherencia, tras el reconocimiento propio, tras ver que no
tenemos que competir sino compartir lo que realmente somos y que el amor que
buscamos está en nosotros y siempre ha estado ahí. Sin ese amor, no queda nada.
Sin ese amor no hay huella ni recuerdo, no hay aroma. Sin ese amor, no hay
amor.
Pasamos
por la vida esperando que cuando no estemos alguien nos recuerde, alguien sepa
que nos esforzamos para ser mejores, para llegar más lejos y más alto, para
impresionar y demostrar lo que somos. Queremos que sepan quiénes fuimos y a
dónde pertenecimos. Que fuimos amados y aceptados, que fuimos miembros dignos
de nuestra tribu y nuestra casta, que nos respetaron y aplaudieron. Nos
llenamos de medallas, galardones, títulos, insignias, curriculums,
recomendaciones y todo lo que pensemos que nos sirve para mostrar que somos
útiles y valiosos, que producimos, que fabricamos, que nos estamos ganando el
pan y el derecho a vivir en paz. Y nos olvidamos de vivir, de sentir, de ser
coherentes con lo que deseamos y somos. Nos olvidamos de bailar y notar la
vida. Llegamos a pensar que somos lo que hemos estudiado, el puesto de trabajo
que ocupamos, los contactos que tenemos en las redes sociales o el dinero que
tenemos en la cuenta bancaria.
Olvidamos
que nuestro verdadero legado no es hasta dónde llegamos sino para qué. Que esto
no consiste en haber sido el primero en algo sino en haber sido feliz, en haber
amado lo que eres y lo que haces y haber sabido compartir esa ilusión, ese
tesón, esas ganas, esa alegría. Que es mejor que te recuerden por haber sido
libre que por estar atado… Que tal vez incluso no sepan tu nombre pero
recuerden tus gestos… Que seas esa persona con la que compartieron un rato en
sus vidas sin sentido y que les mostró otra forma de vivir. Al final, sólo
queda en el recuerdo el amor que damos y compartimos.
No
hay pastilla tan eficaz como la coherencia con uno mismo. No hay química más
poderosa que el amor a lo que eres y las ganas de compartirlo y ponerlo al
servicio de otras personas para que ellas también se amen, se reconozcan y se
acepten tal y como son. Cuando sientes eso, ya sabes a quién o a qué perteneces
y no necesitas parecer, ni demostrar, ni acumular, ni competir. Eso es lo que
otras personas ven en ti y les sirve de estímulo. Eso es lo que hace que allí a
dónde vayas, dejes huella. Ni tu máscara, ni tu vida perfecta intentando gustar
y no ser señalado con el dedo, sino tu forma de vivir desde la paz y la
libertad. Es lo que ves en el espejo del baño y en el espejo de la vida, una
persona que se comprende y se acepta a sí misma sin condiciones. Ese es tu
aroma, el de la coherencia.
Las
personas coherentes no necesitan explicarse ni excusarse, no buscan aprobación,
no tienen nada que demostrar ni medir, no se esconden, brillan siempre y no
temen sus errores. Sencillamente son y viven en consecuencia. Se
pertenecen a ellas mismas y conviven con aquellas personas que no hacen pagar
peajes ni asumir credos ni dogmas. No esperan a que otros les digan que sí para
aceptarse, se lo dicen ellos mismos.
Mercè
Roura
Nota : los fármacos son necesarios, útiles y a veces
imprescindibles así como el trabajo en uno mismo para aprender a amarse y
aceptarse y superar esos momentos duros con buenos profesionales.
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