Jamás
debes consentir que nada ni nadie pueda arrebatar tus sueños, porque ellos son
tuyos, solamente tuyos, forman parte de tu vida, de tu forma de ser y sentir,
de ver e interpretar las cosas, son parte de tu carácter, de tu reír y llorar.
No importa que tus sueños sean sencillos, ambiciosos o espectaculares, pero son
tuyos y tienes derecho a defenderlos, disfrutarlos o por lo menos intentar
realizarlos.
Mi sueño se inició en el despertar de mi propia juventud.
Fue entonces cuando comencé a sentir que el valle donde había nacido y crecido
iba quedándose pequeño dentro de mis propias inquietudes. Las altas montañas que
lo rodeaban era un obstáculo natural que me impedían la visión hacia otros
horizontes. En aquellos días había concluido mi etapa en el colegio, pasando
como era habitual en mi entorno ayudar a mis padres con el ganado y otros
menesteres propios del lugar.
Mi vida transcurría en un pequeño municipio
enclavado en un escondido valle de los Pirineos que apenas alcanzaba los
doscientos habitantes. Los inviernos duros y fríos los pasábamos la mayor parte
del tiempo atrapados dentro de nuestros hogares viendo caer la nieve o
escuchando el silbido del viento que implacable
bajaba desde las altas cumbres y barría sin piedad todo cuando se encontraba a
su paso. En verano los prados se cubrían de un verde resplandeciente y los
manantiales y fuentes aparecían por todas partes como el canto renovador de la
propia naturaleza.
Era entonares cuando al mirar las montañas sentía crecer en
mi interior la necesidad el conocer otras tierras y otras formas de vivir.
Percibía que me ahogaba atrapada en aquella rutina diaria. Los mismos árboles,
el mismo río, las mismas casas. Me levantaba y me acostaba haciendo las mismas
cosas y así se iban sucediendo los días, las semanas y los años. Por primera
vez comencé apercibir el círculo rutinario que se iba cerrando sobre mí, dejándome
prisionera de un sistema de vida completamente establecido.
No sé, si por ser de tierra adentro, lo cierto es que
comencé a pensar en el mar, en lo hermoso que debería ser contemplarlo con toda
su grandeza. Soñaba con hundir mis pies descalzos en las doradas arenas,
escuchar el murmullo de las olas, y sentir sobre mi rostro el viento húmedo
oliendo a salobre, ver revolotear las gaviotas en busca de pescado, o escuchar
el canto de los pescadores mientras reparaban sus redes.
Y aquel sueño fue creciendo en mi interior, tomando forma y
consistencia, trasformando y modelando mi forma de ser y sentir, trabajaba con
la mirada fija en otros paisajes, la rutina se me hacia más llevadera pensando
que todo aquel esfuerzo tenía como fin salir del valle.
Algún día seria libre como el viento y al igual que él
traspasaría las montañas en dirección a la mar. Me sentía diferente al resto de
las muchachas de mi edad que parecían resignadas a su suerte, y pese a su juventud
se les veía abatidas y triste, yo en cambio me sentía radiante y feliz porque
dentro de mi nacía un sueño, un sueño tal vez sencillo, pero hermoso puesto que
era mi sueño, lo que me ayudaba a sentirme ilusionada y con una mayor fuerza
para luchar. Comprendí entonces que si no existe la ilusión, la vida se puede
apagar con la misma fragilidad que la luz de una vela.
Pero pronto advertí que yo no era diferente al resto de los
mortales y el círculo de la vida también se cerraba sobre mí, ahora todavía
frágil, no obstante comenzaba a tirar con la fuerza que da la responsabilidad y
el destino en el que has nacido. Mis padres eran gente muy sencilla que jamás habían
salido del valle y tampoco habían sentido la necesidad de hacerlo, para
ellos la vida estaba allí y no precisaban de nada más para sentirse felices.
Así que cuando yo les hable de hacer un viaje al mar. Me miraron de
forma extraña como si terminase de decir el más absurdo de
los disparates.
– Tu vida esta aquí con
nosotros y tu obligación es ayudarnos como lo hacen las demás chicas del valle
y lo de ir al mar eso es cosa de las películas.
Y así el circulo de la vida iba tirando de mi envolviéndome
en sus fuertes redes y un día como el despertar de un sueño me encontré casada
y madre de dos hermosos niños.
Una mañana y de forma inesperada comenzó a llegar turismo al
pueblo. Cerca de allí se habían construido unas pistas de esquí y la placidez y
la rutina en nuestras vidas cambio por completo.
Pronto descubrimos que el turismo era una fuente nueva de
ingresos y prosperidad para el municipio y todo comenzó a girar en torno a él.
Fuimos abandonando nuestras formas económicas habituales para abrirnos ante las
nuevas demandas. Mi marido montó entonces un horno de leña que al mismo tiempo
de cocer pan hacíamos bollería de toda clase basándonos en nuestras propias
tradiciones. El negocio tuvo gran éxito convirtiéndose en el centro principal
de nuestras vidas, puesto que todas las horas del día estaban puestas en aquel
trabajo familiar que apenas nos dejaba respiro.
El pueblo recibía turismo todo el año. En invierno se
acercaban buscando el deporte de esquí y en verano para gozar de la suavidad de
nuestros prados verdes y cristalinos como las aguas de los ríos que nos
rodeaban. El municipio creció con rapidez y de los doscientos habitantes que
éramos pronto nos convertimos en mil doscientos.
Nosotros trabajábamos a un ritmo vertiginoso en el que
apenas teníamos respiro. Atrás habían quedado aquellos años placenteros,
rutinarios y sencillos en los que parecíamos estar un poco olvidados del resto
del mundo, ahora formábamos parte activa de él y por consiguiente estábamos
sometidos a las mismas exigencias fiscales y labores. Se ganaba más dinero que
antaño, pero también teníamos muchos más impuestos que cubrir, era como un
círculo vicioso que nos trasportaba a la prosperidad y el progreso, pero al
mismo tiempo éramos prisioneros de ese mismo progreso.
Al crear nuestra propia empresa y ser autónomos, pasamos a
convertirnos en empresarios y trabajadores, lo cual significaba responsabilidad
y más responsabilidad, horas interminables de trabajo, donde nunca se descansa,
ni había un intermedio entre la vida familiar y laboral, todo giraba en torno
al horno y sus dependencias, y entre pequeño y pequeño respiro comíamos, dormíamos
e íbamos viendo crecer a nuestros hijos. Nunca había tiempo para nosotros,
puesto que cuando empezábamos hacer el pequeño recuento de las ganancias
obtenidas y después de pagar todos los impuestos, siempre había alguna
maquinaria que reparar o algo nuevo que comprar.
Los niños crecían y ahora era muy distinto a los años de mi
juventud, entonces apenas cumplí los catorce años de edad, abandoné la escuela
para ayudar a mis padres. Ahora por el contrario quería que mis hijos
estudiasen y a ser posible que fuesen a la Universidad, lo cual significaba más
trabajo para nosotros a fin de poderles proporcionar todo aquello que a
nosotros se nos había negado
Cuando contemplaba a mis hijos, sentía a veces un poco de
envidia, me hubiese gustado tanto poder vivir como ellos y gozar de aquella
libertad natural que disponían. Estudiaban y se preparaban para lo que
realmente les gustaba, en cambio los de mi generación no teníamos oportunidad
de poder elegir nuestro futuro, puesto que este estaba marcado por lo que
solían decidir nuestros padres.
Ellos incluso en unas vacaciones habían tenido el privilegio
de ir a la playa en dos ocasiones. A su regreso, les pregunté con verdadera
curiosidad como era el mar. Pero entre risas propias de su juventud me hablaron
de discotecas, del ambiente tan bullicioso que allí reinaba, los grandes
hoteles, los restaurantes que se alineaban a lo largo de la costa y de las
muchas chicas guapas que se tostaban bajo el sol con bikinis que enseñaban más
que tapaban.
Un tanto decepcionada les pregunté si no habían visto la
salida del sol sobre el mar, o habían escuchado el murmullo de las olas, o las
tonalidades con que el agua cambia de color. Al escucharme me miraron
sorprendidos como si aquellas preguntas fuesen formuladas por una niña pequeña
y sonriendo contestaron
- Pero mamá ¿ en qué
mundo crees que vives?.
Estaba claro que las vacaciones con las que yo soñaba y las
que mis hijos habían vivido eran muy distintas. Ellos ante todo habían buscado
la diversión y el ambiente que existía en las playas, en cambio para mi, lo que
realmente importaba era contemplar el mar con toda su grandeza y al mismo
tiempo ver los distintos fenómenos con que la naturaleza podía envolverlo.
Podíamos ambos haber coincidido en el mismo lugar, pero cada uno lo hubiésemos visto
de muy distinta manera.
Hacia ya muchos años siendo muy joven había adquirido un
gran mapa con la figura de España impresa a todo color, con la ayuda de cuatro chinchetas
lo había clavado en una de las paredes del pequeño despacho que teníamos justo
en la parte posterior de horno. Me gustaba detenerme a mirarlo y contemplar con
orgullo todas las tierras que formaban la costa. Comenzaba por el mar
Cantábrico e iba descendiendo por el Mediterráneo hasta encontrarme con el
Atlántico, algunas veces me detenía a leer los nombres de los pueblos que
formaban el litoral preguntándome como seria la vida en ellos.
Aunque nadie me preguntaba, ni se preocupaban por lo que
pudiese sentir, yo seguía conservando y alimentando aquel sueño, puesto que de
esta manera aquello me ayudaba a mantenerme firme, impidiéndome a su vez derrumbarme
ante las malas rachas y las circunstancias adversas con que la vida me iba
deparando y aunque era consciente que cada vez estaba más prisionera en el
interior de aquel círculo, seguía conservando el mapa clavado con cuatro
chinchetas en la pared, este había perdido ya parte de su colorido y ahora
ofrecía un aspecto apagado y sin brillo.
Al igual que el mapa yo también había visto perder la
lozanía de mi piel, aparecer las primeras canas en mis cabellos oscuros y ver
como mis manos se hinchaban y se desfiguraban mis dedos a fuerza de tanto
trabajar.
Mis hijos habían crecido y ahora tenía sus propias vidas.
Nada mas terminar sus estudios habían abandonado el hogar. El mayor estaba
casado y era profesor en un Instituto de Huesca y el pequeño trabajaba como
profesor de esquí y pasaba la mayor parte del tiempo en la alta montaña. Mi
marido hacia poco más de un año que había fallecido y el horno había sido traspasado
recientemente.
Aquella tarde paseaba inquieta por el salón de mi casa como
si de esta manera las horas pudiesen transcurrir mucho más de prisa. Sentía el
silencio sobrecogedor de un hogar vació y el desasosiego de no tener nada que
hacer.
Era una sensación totalmente nueva para mi, que me hacia
producir cierta congoja y una apatía que me impedía concentrarme en cualquier
tarea. Durante muchos años hubiese deseado tener una tarde como aquella, sin prisas,
ni agobios y sin que ni nada, ni nadie pudiesen mandar sobre mí y ahora que por
fin lo había conseguido me sentía tan aturdida que era incapaz de concentrarme
en nada.
Me acerqué a la ventana, los cristales estaban totalmente
empañados, traté de limpiarlos con el dorso de la mano, y un círculo
transparente se dibujo sobre la superficie helada. Miré a través de ella, el
asfalto de las calles estaba húmedo y resbaladizo, había cesado el viento y
gruesas nubes comenzaban a llenar el cielo -no tardaría mucho en comenzar a nevar – pensé ante aquella perspectiva que se dibujaba ante mis
ojos.
Era lo habitual en aquellas fechas, treinta y uno de
diciembre. Un año más que finalizaba y con él quedaban atrás alegrías y penas,
promesas que se cumplían y sueños que se perdían en el olvido del tiempo.
Dentro de unas horas, un nuevo año, un almanaque por estrenar y la firme
promesa de que todo va a ser diferente. Deseas desterrar de tu vida todo
aquello que no te gusta e intentaras luchar por la felicidad soñada.
Durante años siempre me prometía a mi misma y mientras el
reloj de la iglesia del pueblo daba las doce campanadas que tendría el
suficiente coraje y sacaría tiempo y dinero para poder ir de vacaciones y contemplar
mi anhelado mar, pero conforme transcurrían los meses me daba cuenta que todo continuaba
igual que antes.
Mi marido no encontraba nunca el momento de poder cerrar el
negocio y tomarnos un respiro en nuestras vidas, que por otra parte y en honor
a la verdad a él tampoco le apetecía demasiado abandonar el lugar, puesto que allí
era suficientemente feliz. Nunca había comprendido ni le había dado demasiada
importancia a la absurda obsesión -según él- que tenia yo por conocer el mar.
Así que en lugar de ello siempre encontraba una justificación para no tener que
salir del valle. La matricula de los chicos, cambiar la furgoneta por otra
nueva, modernizar el horno y lo peor de todo es que siempre terminaba por
convencerme que aquello era mucho más importante
que lo que podía ser mi sueño.
Pero aquel día por fin lo tenia todo completamente decidido,
y aunque ya había cumplido los sesenta años interiormente me sentía joven y
fuerte y el sueño seguía flotando en mi mente con una fuerza misteriosa que me
daba un nuevo impulso para enfrentarme a la vida y no sentir la soledad y el
vacío que me podía producir al encontrarme en las mismas puertas de la vejez.
Ya no tenía obligaciones, ni nadie dependía de mí. Así que
la próxima primavera, cuando los días fuesen largos y repletos de luz haría las
maletas y marcharía a un lugar de la costa, me hospedaría a ser posible en
algún hotel que estuviese encima o próximo a un acantilado, y de esta manera al
abrir los ojos cada mañana me despertaría viendo salir el sol sobre las
azuladas aguas, por la noche oiría el romper de las olas sobres las rocas y
llenaría mis pulmones con el aire tibio y húmedo del mar. Me pasaría horas y
horas contemplado su colorido, su azul intenso e iría describiendo todas las sensaciones
que me produciría su contemplación.
Cada vez que pensaba en ello un mundo fascinante se abría
ante mis ojos y me trasportaba a un país de ensueño. Renovaría mi viejo
vestuario y me convertiría en la mujer que siempre había deseado ser:
independiente, romántica y poder sentir la liberta de gozar y contemplar esas
pequeñas cosas que constituyen la verdadera esencia de la vida y la felicidad.
Aquella noche tal y como era costumbre un poco antes de las
doce abandone mi casa y me dirigí a la plaza del pueblo. Cuando llegué a ella
un buen número de gente llenaban el recinto, estaba nevando y los copos blancos
caían sobre nuestras ropas, pero no importaba todos estábamos contentos y
dispuestos para brindar por el nuevo año que pronto nacería. Entre los nativos
habían concentrados también muchos turistas que como ya era bastante habitual
en estas fechas llegaban hasta allí para pasar sus vacaciones navideñas en
distintos lugares del valle.
Sonó la primera campanada y la gente comenzó a contar, una,
dos, tres… y por fin las doce. Un nuevo año vitoreábamos toda la muchedumbre
allí concentrada y levantábamos las copas bebiendo y brindando por ello.
Yo me encontraba tan ilusionada como una niña con zapatos
nuevos, por fin brindaba por algo que era solamente mío e iba muy pronto a
poder realizarlo, era como si de pronto las paredes del círculo se hubiesen
derretido por el calor y un camino nuevo y totalmente asequible se abriese ante
mis ojos. La nieve seguía golpeando mi rostro y su copos era como una ráfaga de
viento fresco que me llenaban de vitalidad y optimismo. Un año nuevo, una vida
nueva, una vida que por primera vez era mía y que sólo a mi me pertenecía.
De pronto la copa se desprendió de mi mano y oí como un eco
lejano el ruido de los cristales al estrellarse contra el suelo, sentí que algo
duro golpeaba mi espalda al chocar contra el asfalto de la plaza, la nieve caía
sobre mi rostro pero ya no era confortable, sino fría como la propia muerte. Oía
gritos a mí alrededor y gente que se arremolinaba y hacían gestos con las
manos. No se el tiempo que paso, tal vez sólo fuesen minutos, o horas, que más
daba, ya nada parecía tener importancia.
La alarma de una sirena sonó a mí alrededor como un grito
desgarrador en medio del silencio de la noche. Percibí entre los copos de nieve
las luces anaranjadas de una ambulancia al detenerse muy cerca de mí, manos que
me levantaban y voces lejanas que sonaban sobre mi rostro, pero que ya no las entendía
porque todo parecía flotar en el aire.
De pronto todo el esfuerzo de la vida pareció desplomarse
sobre mí, al detectar y percibir el peso implacable de la muerte.
Había esperado demasiado tiempo y el círculo se había
cerrado tan fuerte que resultó imposible poder salir de él. La rutina de la
vida me había apresado y había sido mucho más fuerte que mi propio sueño. El
sueño que ahora se desvanecía como aquellos copos de nieve que golpeaban los cristales
y se convertían en agua, agua que era absorbida por la tierra y que en la
próxima primavera surgirían los torrentes, estos se convertirían en pequeños
riachuelos, que cuando atravesasen el valle serían ya ríos adultos que
correrían rápidos y presurosos buscando ansiosos unir sus aguas al mar.
Un mar que yo ya no tendría la oportunidad de poder ver.
Maria Amparo Olivares Estruch
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