No
es más bello que el silencio, pero lo voy a decir. Hay
cosas que deben decirse en voz alta porque si se quedan dentro se
sienten cómodas y se hacen un nido. Y
luego no te das cuenta ni de que están ahí, hasta que un día todo
te pesa tanto que no comprendes, no sabes por qué porque no
recuerdas lo mucho que acumulas.
A
menudo dejamos la puerta entreabierta a nuestra vida a muchas cosas
que no nos hacen bien. Y no es que en todo no hay una lección en la
vida, por supuesto, de todo se aprende. Por ello, aunque es
complicado, siempre defiendo ir por la vida a pecho descubierto, sin
temer más que a tener miedo de seguir y quedarse escondido y
asustado. Sin embargo, hay cosas que llegan a tu vida que son un
respiro y otras un ahogo. A las primeras las cogemos con ansia para
poder encontrar un momento de paz y hacer que esa paz perdure. Las
segundas nos traen un regalo maravilloso, una enseñanza que nos será
útil para encontrar nuestra paz. Porque esa paz que buscamos ya está
ahí, a modo de click, de decisión tomada en ese momento en el que
está claro que no abrazarla sería insoportable, cuando descubres
que todo lo que hagas no sirve de nada si no estás contigo, de tu
parte, si no te eres fiel.
Sin
embargo, nosotros ya sabemos cuando abrimos esa puerta si lo que
estamos dejando entrar es una mano tendida o un puño. Si es truco o
es trato. Si estamos comprando un momento de alegría ficticia porque
necesitamos algo a lo que agarrarnos y eso implica que estamos
vendiendo nuestra coherencia para poder soportar el frío de una
situación angustiosa. Ya sabemos si nos estamos conformando con un
consuelo falso porque estamos tan cansados de optar al primer premio
y no conseguirlo que necesitamos una tregua. Y nada está mal. Ni lo
uno ni lo otro.
No
hay traje pequeño si nosotros no nos empequeñecemos por él, si no
nos lo ponemos pensando que es pequeño.
No hay decisión adecuada o equivocada si la tomamos a conciencia,
desde nuestra coherencia y capacidad de estar donde sabemos que
queremos estar para sernos fieles. Todo depende de la forma que
sepamos capaces de observar nuestra realidad y de percibir nuestra
vida.
No
es mejor el camino de la derecha que el de la izquierda. No es mejor
hacerlo ahora que mañana por la mañana, siempre que mientras lo
postergamos sepamos que es una elección y que en ella no hay atisbo
de miedo, de huida… Mientras decidamos y no sintamos esa punzada en
el pecho que nos hace evidente que hemos elegido a traición a
nuestros deseos, que hemos arrugado nuestros sueños y nos hemos
encogido. Si la decisión duele, hay que saber por qué. Porque no es
lo mismo el pánico de arriesgarse, lanzarse al vacío y notar esa
sensación de hacer una pequeña locura con tu vida pero saber que es
la locura necesaria para ser fiel a ti mismo, que el dolor de saber
que has apagado tu luz, que has escogido atenuar tu brillo… Que
elegiste por no afrontar o por satisfacer a otros, incluso para
demostrar que puedes…
No
es fácil ser fiel a uno mismo. No nos han programado para ello
porque estamos demasiado pendientes de ser una versión de nosotros
mismos aceptable. Y la presión por alcanzar un estándar asumible
para el mundo que nos permita ir por ahí sin la sensación de llevar
una etiqueta que nos hace a veces renunciar a nuestras rarezas. Hasta
que uno descubre que es gracias a sus rarezas que brilla y que puede
ser fiel a sí mismo si le da la vuelta a su vida como a un calcetín
y le da vértigo pensarlo pero sabe que es el camino, el único
camino… Ya sabemos en realidad cuál es el camino, pero nos da
miedo tomarlo, nos da vergüenza decir en voz alta que es nuestro
camino porque no creemos merecerlo. Siempre lo sabemos, a cada
instante, lo notamos en el estómago, en el pecho…
Nuestros
pies siempre vuelan cuando escogemos el camino que correcto, el de la
coherencia y el compromiso con nosotros mismos… Sin
embargo, a veces, para llegar a él hay que dar algunos rodeos y
muchas vueltas, porque mientras giramos desconcertados nos
descubrimos a nosotros mismos y encontramos nuestra capacidad para
amar y comprender. Porque dando rodeos, aprendemos a conectar con
nosotros y reconocer nuestro verdadero camino… A
menudo, hay que tropezar muchas veces con la misma piedra para darse
cuenta que no está en el camino sino en el zapato. Siempre
está en el zapato, en realidad, la llevas contigo y hasta que no
paras a descubrir por qué y comprender, no puedes sacarla y andar en
paz.
En
el fondo, es como si cada uno de nosotros llevara de serie todas
aquellas herramientas que le ayudaran a brillar, a ser capaz de
triunfar en la vida y poder cumplir su misión. Sin embargo, nos
educan para no reconocerlas o, peor todavía, para avergonzarnos de
ellas y esconderlas. Algunas de esas herramientas, esos dones, esos
talentos y capacidades, están por pulir. Algunos de ellos están
ocultos tras lo que el mundo llama “discapacidad”, una
rareza, una debilidad, un supuesto “defecto” que no es más que
otra forma de ser que no se atiene a la regla pero que no tiene nada
de malo y mucho de hermoso por descubrir. A veces, alguien tiene sus
dones a la vista y los usa sin problemas, pero hay personas que los
tienen ocultos porque necesitan de un duro trabajo previo, el de
desenmarañar la paja y encontrar el grano… Asumir lo que parece
“negativo” y ver en ello la paz, la belleza, la parte positiva.
A
veces, para encontrar nuestro talento tenemos que sumergirnos en
nuestra oscuridad más rotunda y bucear en ella durante un tiempo…
Y abrazarla, asumirla, decidir que está ahí pero que no importa,
que somos más grandes que eso, que lo que nos hace seres valiosos
ocupa más que nuestro miedo, que nuestro dolor…
Para
brillar hay que dejar de avergonzarse de uno mismo de una vez por
todas y sacarse el saco de la cabeza.
Que te vean las arrugas, los michelines, los lunares… Que sepan que
en persona eres más bajo, no tienes filtros de belleza en la cara y
algunos días cuando despiertas estás muy cansado y de mal humor y
te cuesta seguir adelante. Que sepan que no eres perfecto y que ya no
aspiras a serlo… Nunca más.
No
es más bello que el silencio, pero lo voy a decir. A veces, me
avergüenzo de mí. De como soy. De lo que he hecho. De mis dudas, de
mis debilidades… Del mucho tiempo que he gastado para llegar aquí.
De pensar que si hubiera cambiado antes hubiera conseguido más y lo
hubiera hecho más joven. A veces, me reprocho tanto que mis quejas
me arrastran al pasado y me privan de vivir ahora. A
veces, he abierto la puerta a verdades a medias porque las verdades
enteras eran demasiado crudas para alguien que está aprendiendo a
ser ella misma. Otras,
he sido tan capaz de decirme a la cara las verdades más dolorosas
que luego me he dado cuenta que no hace falta afrontarlas todas en un
día, en un instante, y que merezco mi tiempo como todos… ¿Sabes
qué? no me arrepiento de nada de ello porque gracias a esos errores
he descubierto que no importa cometer errores, que lo que cuenta es
amarse y respetar.
Y
al final, tengo claro que he
sido yo misma quién se aleja de lo que ama, de lo que sueña, de lo
que le trae la paz… Quién
se pone las zancadillas y los alambres de espino en el camino para
que duela. para que sea más duro y así pueda perdonarme esas culpas
ficticias que arrastro hace una eternidad… Porque a pesar de todo
el camino andado, a veces, sigo creyendo que no me pertenece, que no
lo merezco, que nunca llegará porque no soy una de esas personas
elegidas para ello… Y mi propia angustia, mi miedo, mi necesidad de
demostrar que sí, que lo valgo, que lo merezco, que he hecho méritos
para ello, construye un techo que no me deja crecer ni cambiar de
forma… Y que cada vez que tiene cerca lo que busca, al alcance de
la mano, sin querer le da un empujón o hace que se esfume, porque
cree que no lo merece, que no está a su alcance, que todavía no ha
sufrido suficiente ni se ha arrastrado demasiado para conseguirlo…
Tengo
que decirlo en voz alta… A
veces, sufro por el puro placer de sufrir porque me han educado para
que crea que sufriendo purgaré una culpa que no existe y me haré
perdonar mi naturaleza imperfecta. A
veces sufro sin sentido pensando que esa es la única forma de
vivir… Y mientras sufro, me alejo del amor necesario para sentir mi
paz, para acercarme a lo que quiero, de lo que ya está en mí
pendiente de que me de cuenta de que ya forma parte de mi naturaleza.
Mientras sufro, mi vida se estanca y las palabras que no digo se
acomodan en mi cabeza para que siempre piense lo mismo y nunca
encuentre la forma de soltar dolor.
Y
cuando lo digo en voz alta, me doy cuenta de lo absurdo que suena y
vuelvo a mí. Entonces me queda claro que la esperanza que busco está
en mí. Y, no lo dudes, la que tú buscas, está en ti.
Mercè Roura
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