Escucho,
leo y observo, que de nuevo vuelve a ponerse de moda, esa corriente
de pensamiento orientalista que nos induce a la conclusión de que la
felicidad no es un estado que podamos conseguir apoyándonos en
objetos, personas o situaciones externas. La felicidad, se nos dice,
está en el interior.
Hemos
aceptado encantados esta afirmación porque eso significa que no
dependemos de nada ni de nadie para poder ser felices. A esta
independencia emocional le sigue la tranquilidad de saber que si
depende exclusivamente de nosotros es, relativamente, más sencillo
poder mantenerla y alimentarla para que no termine.
Sin
embargo, una vez que aceptamos esta premisa, inmediatamente nos
asalta la sensación de no saber qué hacer para sentirla plena y
permanente desde ese interior al que tanto se apela pareciendo no
saber por dónde empezar.
Personalmente
tengo otra percepción del origen de la felicidad. Creo que no existe
sin más en ese interior sin definir y difuso al que nombramos para
todo. Es más, siento que aceptar como válida esta afirmación, que
pone toda la responsabilidad en un estado que parece que debemos
sentir sin más, genera angustia e impotencia cuando reconocemos que
nosotros algo debemos hacer mal cuando no la sentimos con tanta
facilidad solo con mirar hacia dentro.
Evidentemente
algo más nos falta, no basta con mirar y ya está.
La
felicidad, a mi modesto entender y como yo la siento, se construye.
Por nosotros y para nosotros, por eso lo más conveniente a lo largo
de nuestra vida es levantar el mejor edificio, dentro del alma, para
albergarla.
La
felicidad está compuesta de decisiones. Pequeños decretos que el
corazón, gobernante de nuestra voluntad y gestor de nuestras
ilusiones, va disponiendo para hacernos sentir plenos y conseguir el
equilibrio que nos mantenga serenos frente a la vida y sus avatares.
Día
a día, hora a hora, segundo a segundo…uno va levantando, con
puñaditos de amor, ese sagrado templo desde donde divisar su propia
historia. Una atalaya a la que querrán subirse muchos cuando sientan
cerca los destellos de nuestra plenitud.
No
hay otra forma de construirla que poner ladrillos hechos de ternura,
argamasa de comprensión infinita, plomadas de pasión a raudales y
sobre todo cubiertas de verdadera devoción por seguir amando
indefinidamente la vida para que ésta nos devuelva lo mismo.
La
felicidad no está sin más en el interior. Hay que trabajar en su
proyecto minuto a minutos. Desde el interior pero sin duda, con el
exterior también.
Me
consta que somos unos excelentes arquitectos de las emociones, lo que
sucede es que no lo sabemos y si lo sabemos… no nos lo creemos.
Comencemos
por querer construirnos el mejor de los edificios para albergar a
tanta dicha como estamos dispuestos a sentir. Sin miedos, sin temores
porque es para nosotros. Es nuestra decisión el levantar el edificio
más hermoso que hayamos soñado en definitiva, también los sueños
son el material con el que se construye la felicidad.
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