Creo
que me he pasado media vida viajando en tren. Hay algo mágico en los
trenes. Te conectan con otros lugares y otras personas y también te
conectan contigo. Es como una sensación de salir de lo que te rodea
para entrar en ti, como si la vía que recorres llevara también a tu
interior. Viajar siempre te lleva a ti mismo. Te deja a solas contigo
y te obliga a estar en silencio, a conectar, a sentir que
respiras, a notar tu cuerpo y hacer control de daños y magulladuras.
Por eso, cada viaje te cambia.
Cuando
me bajo del tren nunca soy la misma que subió. Estos días lo he
comprobado.
La
verdad es que a este hecho de viajar hacia mí misma, le añado ahora
otro hecho importante. Llevo muchos, muchos días afónica y sin voz.
He perdido la cuenta casi, pero no menos de diez. Diez días sin
hablar, sin matizar, sin comentar nada positivo ni negativo, sin dar
órdenes, sin responder, sin criticar, sin excusarse, sin poder
corregir a otros, sin quejarse ni lamentarse por no poder hablar ni
por nada… No es la primera vez que me pasa, pero es la primera vez
que dura tanto y que no me he resistido y he intentado gestionarlo
desde la aceptación. Lo he vivido casi como un experimento.
Los
que me conocéis en persona, seguro que os estáis poniendo las manos
a la cabeza porque sabéis que no callo ni bajo el agua. El caso es
que sin hablar me he dado cuenta de muchas cosas.
Ya
sabéis que adoro las palabras y que siempre digo que si sabes
usarlas te abren puertas. Aunque, también he explicado mil veces que
el mensaje que transmiten nuestras palabras, apenas supone un 7 por
ciento del total en la percepción que tienen los demás de lo que
comunicamos, el resto tiene que ver con el lenguaje corporal y el
lenguaje paraverbal,
el tono que usamos al hablar. Todos somos expertos en lenguaje
corporal, pero no de una forma consciente sino inconsciente. Captamos
cada pequeño gesto y eso, sin saber por qué, nos lleva a pensar y
enjuiciar a alguien, creer en él o ella o no.
Este
ejercicio, lo hacemos en apenas 7 segundos. En este corto lapso de
tiempo, decidimos si nos podemos fiar o no. Es un sistema primitivo
que ha funcionado desde hace millones de años, cuando nos cruzábamos
con otro espécimen por el camino y teníamos que decidir si íbamos
a ser su cena o nos lo cenábamos nosotros a él. Es supervivencia
pura.
Estamos
tan sujetos a nuestras creencias y juicios que nos es muy difícil
que lo que decimos no transmita nuestra forma particular de ver la
vida. Las palabras recortan la realidad y son reflejo de nuestra
forma de pensar.
Vemos
lo que somos, no lo que es. Cuando miramos al mar no vemos el mar,
vemos todas las vacaciones que hemos pasado en la playa con nuestra
familia, las buenas y las malas experiencias, nuestros miedos y
nuestras emociones no exploradas de cada verano. Cuando vemos a una
persona con chaqueta azul, vemos a todas las personas que han pasado
anteriormente en nuestra vida con chaqueta azul… Cuando empezamos
una relación con alguien, esa persona tiene que pasar una prueba
ante nosotros por todas las anteriores personas que se nos acercaron
y no la pasaron.
Llevamos
una mochila cargada y siempre nos condiciona. Es muy difícil
vaciarla, pero el ejercicio de ser conscientes de ella nos ayuda a
liberarnos de prejuicios. El caso es que sin hablar, desde la
consciencia, he descubierto que algunas relaciones mejoran cuando te
callas. No me refiero a evadirse de situaciones y conflictos ni hacer
“escapismo”, para nada me refiero a eso. Hablo de darse una
oportunidad sin que las palabras, que a veces son un freno a la
comprensión, se conviertan en un muro.
Me
refiero a mirar a los ojos, abrazar, poner una mano sobre una mano,
no estallar a la primera para reivindicar que tienes razón, no subir
el volumen y poner ese tonillo impertinente… No decir por ejemplo
“es que me haces esto o lo otro o ponerse a calificar con adjetivos
los actos de las personas y su actitud”. Es verdad, cuando miras a
otro y estás enfadado, también puedes reprochar o culpar, pero más
allá de palabras hirientes, la otra persona ve también el dolor,
percibe con tu lenguaje corporal tu angustia, tu miedo, tu tristeza,
tu rabia…
Cuando
no puedes replicar, tienes que escuchar paciente. Cuando no vas a
poder imponerte, tienes que aceptar que no toca decir ahora lo que
piensas, no con palabras… No hablo de acatar y ser sumiso, hablo de
ponerse en la piel del otro y trabajar la empatía. Eso te lleva a
comprender que no importa ganar, ni imponerse, ni tener la última
palabra sino comunicarse.
Lo
más curioso de todo es que teniendo tan poco peso a nivel global las
palabras que componen el mensaje en el proceso de comunicación,
cuando nos hieren, nos quedamos con ellas y nos atrincheramos en
ellas para romper lazos y alianzas.
Cuánto
peso tiene ese 7 por ciento ¿no os parece? Seguramente porque las
palabras tienen tras ellas todo un mundo. Porque son como teclas que
estimulan y activan mecanismos guardados en nosotros… Despiertan
aquello que almacenamos en la caja negra de creencias y emociones
(subconsciente) y nos llevan a interpretar la situación no como es,
sino como ha sido todas las veces anteriores. La comparamos con la
que creemos que debería ser y nos enfadamos o frustramos. Y el mundo
y las personas que habitan en él nunca pueden cumplir todas nuestras
expectativas. Las palabras generan emociones porque activan y abren
todo nuestro universo de dramas, tragedias, alegrías, miedos,
vergüenzas y deseos almacenados.
El
caso es que estos días sin hablar me he dado cuenta de lo dura que
soy a veces con el lenguaje (ya lo sabía, la verdad, pero ahora me
reafirmo). Soy muy absoluta, irónica, tajante, exigente, pasional,
visceral, cortante, rotunda… Y también amable, cariñosa,
motivadora, compasiva… ¿Depende de cómo nos trate la otra
persona? voy a ser sincera, no. Depende de mí. La respuesta y el
trato del otro ayudan o no, pero si tú por dentro estás librando
una dura batalla, usas cualquier excusa para saltar y desbocar ese
dolor, sacar esa angustia a modo de palabras y despedazar verbalmente
a otro.
Tantos
días sin hablar me han hecho ver lo necesario que es el silencio.
Qué maravilloso es poner silencio en nuestras relaciones, no para
cerrarse y no comunicar, sino para escuchar y trabajar tu paciencia.
Callar te invita a sentir y tener que soltar esa necesidad de
responder siempre, de reaccionar. Te invita a buscar alternativas, a
no morir por la boca sino escribir, quedarte quieto, notar todo lo
que pasa en tu cuerpo… Callar te obliga a encontrar tu silencio
interior. Si aceptas ese silencio, esa vocecilla tremenda que siempre
te cuenta lo terrible que eres, también se apacigua porque está
conectada directamente a tu grado de insatisfacción y expectativas…
Cuando abrazas tu silencio, te abrazas a ti.
Cuando
desistes que el mundo sea de otro modo, dejas de luchar y de
defenderte contra todo y dejas de luchar contra ti y de sentirte
atacado.
Las
palabras construyen puentes, a veces, y otras veces levantan muros.
Abren puertas y también las cierran. Nos amplían la mente y también
nos recortan las alas. Las palabras dibujan mundos, pero también los
acotan y etiquetan.
Hemos
pasado la vida poniendo palabras a los miedos, a las penas, a las
circunstancias, a las personas. Eso nos ayuda a liberarnos, pero
también nos ata si no nos damos cuenta que todo es percepción y
nada es dogma. No son ni acertadas ni equivocadas, son las nuestras.
Tenemos que comprender que son fruto de nuestro mapa de creencias y
que dibujan una ruta que no todos tienen porqué compartir. Debemos
ser conscientes que cuando etiquetamos a alguien le reducimos ante
nuestros ojos y le privamos de cambiar para nosotros. El silencio nos
libera de muchas etiquetas…
Cuánto
más me callo, más claro tengo que escoger bien las palabras es un
acto supremo de sabiduría que espero algún día comprender y
aprender. A
veces,
menos
palabras significan menos batallas. Menos razón y más paz.
Las
palabras más terribles y descarnadas que dedicamos a otros nos
rebotan siempre a nosotros mismos y nos definen. Nos invaden y
sacuden como si nos lanzáramos piedras y reproches, como si nos
abofeteáramos a nosotros mismos. Cuando sueltas a la fiera para
atacar, no sólo ataca a otros, también te ataca a ti.
El
silencio y la soledad te cambian. A veces, callarse conecta silencios
y personas… Se ven, se notan, se sienten y no tienen que demostrar
ni decir nada que estropee esa conexión. Como los trenes, que te
llevan a otros lugares, pero también van hacia ti mismo durante el
trayecto.
Diez
días sin voz, ideales para comunicarse con uno mismo y dejar de
hacer ruido y quejarse y excusarse…
Algunas
relaciones mejoran cuando te entregas al silencio, incluso la que
tienes contigo mismo… Cuando te callas, puedes escuchar tu
verdadera voz, puedes amarte mejor, conocerte mejor, comprenderte
mejor y aceptarte.
A
veces, el silencio llena el vacío que las palabras dejan en ti.
Mercè
Roura
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