Las
personas, sus circunstancias y realidades evolucionan, también en
nuestra mente, más allá de nuestra primera idea o retrato. En este
sentido, la paciencia, la curiosidad o la apertura de mente nos
ayudan a corregir antes nuestro primer boceto...
Las
cosas no son siempre lo que parecen.
Personas, situaciones y determinados hechos pueden acabar siendo algo
muy distinto a lo que habíamos interpretado. Algo así nos demuestra
que no todos nuestros juicios son acertados ni nuestras suposiciones
ajustadas. Sin embargo, la mente tiene una irremediable costumbre: la
de precipitarse.
Asumir
estos «errores de cálculo perceptivos» es un acto de
responsabilidad. No obstante, cabe señalar que no toda la
responsabilidad es nuestra; no al menos de manera consciente. Porque
el
auténtico culpable de esas interpretaciones desafinadas es el
cerebro, quien toma decisiones en piloto automático, quien
opta por dejarse llevar por el prejuicio antes que por la delicada
reflexión.
Algo
que sabemos bien quienes dedicamos nuestra vida de un modo u otro a
la salud mental es que es indispensable saber apagar el interruptor
del juicio y la trampa del prejuicio. Si
deseamos ser agentes de cambio para los demás, ayudar a crecer y a
sanar, es
esencial evitar etiquetas precipitadas y encender la luz de la
comprensión.
Solo
la mente abierta, capaz de ver con autenticidad, puede
conectar con empatía para poder acompañar,
para poder facilitar el avance que la persona necesita. Porque al
final, la
experiencia nos acaba demostrando que no todas las cosas son siempre
lo que parecen en un principio, ni todo lo que nos dicen, acaba
siendo verdad.
Esto
nos sume sin duda en un estado de incertidumbre continua donde solo
nos queda una opción: dejarnos llevar y permitir descubrirnos los
unos a los otros. De hecho, ese
es el secreto de la vida, en atrevernos a cruzar puertas para
descubrir qué hay detrás, en asumir que hay tantas realidades y
perspectivas como estrellas en el cielo.
“Si nosotros somos tan dados a juzgar a los demás, es debido a que temblamos por nosotros mismos”.
-Oscar
Wilde-
A
veces, lo que uno percibe no tiene nada que ver con la auténtica
realidad.
¿Cómo puede ser esto? ¿Es que nuestros sentidos nos engañan? En
absoluto, lo que ocurre es que todo lo que percibimos, todo aquello
que está fuera de la mente pasa por el filtro de nuestro cerebro. Es
él quien interpreta cada cosa que vemos y experimentamos, quien
canaliza cada hecho, persona y circunstancia por el velo de nuestra
experiencia, personalidad y singulares matices.
Las
cosas no son siempre lo que parecen y, cuando descubrimos que no lo
son, nos sorprendemos.
A
todos nos ha pasado alguna vez. Por ejemplo, cuando
nos encontramos con un caso de bullying es
muy fácil percibir quién es la víctima y quien el agresor. Sin
embargo, la percepción debería ir más allá. Porque a veces el
agresor también es víctima, víctima de su contexto social y
familiar, de ese micromundo donde la violencia es el único tipo de
lenguaje.
Lo
que percibimos, efectivamente, no es siempre la auténtica realidad,
pero la percepción es esa lente desde la cual miramos el mundo casi
cada día.
El cristal del que está hecha, lejos de ser nítido y transparente,
tiene la tonalidad de nuestras experiencias previas, de las
emociones, prejuicios, intereses y distorsiones cognitivas…
Profundicemos
un poco más.
Nuestra
mente tiene integrada en su interior un extenso polígono industrial
de suposiciones, esquemas irracionales, ideas preconcebidas y
prejuicios de los que no somos conscientes. Si
nos preguntamos quién los ha metido ahí, la respuesta es sencilla:
uno mismo.
Daniel
Kahneman, el psicólogo que recibió el premio Nobel de economía en
2002, nos
recuerda en sus libros y trabajos que las
personas estamos hechas de cientos de sesgos cognitivos.
Es decir, de formas subjetivas (y a menudo erróneas) de interpretar
la realidad que se desvían por completo de la realidad objetiva.
De
ahí, que tarde
o temprano nos demos cuenta que ciertas cosas no son como parecen en
un principio.
Y no lo son porque hemos hecho uso de unos sesgos completamente
desajustados.
Un cerebro
que quiere ahorrar tiempo y que rellena con prejuicios lo que no
entiende
El
cerebro trabaja a menudo en piloto automático y haciendo uso de
puntos ciegos cognitivos. Son
esas situaciones en que lejos de empatizar con las perspectivas
ajenas, de centrarnos solo a atender, ver y escuchar con calma y
cercanía a quien tenemos delante, nos
limitamos una vez más a juzgar de manera precipitada.
No
damos tiempo ni espacio, ni otorgamos al otro algo aún más
preciado: la comprensión. Nos
quedamos encallados una vez más en ese punto ciego cognitivo donde
uno no es consciente de sus sesgos,
de
sus ideas infundadas, de sus interpretaciones erróneas. A veces,
tardamos días o semanas en darnos cuenta que determinadas cosas no
son siempre lo que parecen.
Prohibido
anticipar, permitido abrir la mente
Cada
vez que hablemos con alguien, que nos enfrentemos a una situación
nueva o difícil, procuremos realizar un sencillo ejercicio de
visualización.
Uno donde plasmar en la mente dos imágenes muy concretas. En la
primera, estaremos apagando un interruptor (el de los prejuicios o
los pensamientos anticipando interpretaciones sin sentido).
La
segunda imagen es sencilla: nosotros mismos abriendo una ventana. Ese
gran ventanal es nuestra mente, luminosa, inmensa y conectada a todas
las maravillas que la envuelven Esa
sensación debe inyectarnos una buena dosis de curiosidad, de
perspectivas y ánimo positivo.
Es
así como podremos ser mucho más receptivos ante los demás para
comprenderlos con todos sus matices, habiendo apagado antes, la voz
de la etiqueta, de las suposiciones, etc. Este
enfoque mental requiere esfuerzo y compromiso e
implica liberarse también del sobrepeso de esos juicios que tan poco
nos ayudan a la hora de comprendernos los unos a los otros.
No hay comentarios:
Publicar un comentario