La
mayoría de nosotros vive pensando que esto será eterno. Que somos inmortales y
que las desgracias solo le pasan al de al lado.
Y es que…
Tenemos la
mala costumbre de dejar para luego, de reír poco y de querer hacerlo mañana.
Tenemos la mala costumbre de echar de menos, en lugar de hacerlo de más. La
mala costumbre de usar los “luegos” y no los “ahoras”. Luego te llamo, luego te
escribo, luego te contesto, luego nos vemos. Y obviamente nunca llamó, nunca
escribió, nunca contestó y nunca fue visto. Tenemos la mala costumbre de querer
tarde. De valorar tarde. De pedir perdón demasiado pronto. Debería haber un
número máximo de perdones.
Perdonar nos hace grandes, de acuerdo, pero cuando
tienes que perdonar todos los días, al final un “lo siento” se convierte en el
comodín de cualquier pretexto injustificado, innecesario e inmerecido. Tenemos
la mala costumbre de defender al malo y descuidar al bueno. De contar mentiras
tra-la-rá y de tener que hacer un máster para descubrir verdades. Mantenemos en
nuestra vida “amigos” porque sí y llenamos nuestras agendas de compromisos a
los que realmente no queremos ir. Tenemos la mala costumbre de sentirnos mal
por decir no y de creernos mejores por decir sí.
Tenemos la
mala costumbre de esperar a un cáncer, a una mala noticia o a una llamada de
que alguien querido se nos fue, para tomar las riendas de nuestra vida y
empezar a apreciar cada puesta de sol, cada mañana que te levantas de la cama y
cada luna que abrazas en tu almohada. Tenemos la mala costumbre de usar el
descuido a diario, olvidando que los pequeños detalles importan, que los
pequeños detalles construyen grandes caminos y que cada lunes, puede ser el
mejor día de la semana.