DINERO, DINERO, DINERO…
Para tomar el sol, andar en bicicleta o disfrutar de una siesta, no hace falta mucho dinero…
¿El dinero hace la
felicidad o es más bien un obstáculo para alcanzarla?
Es un poco raro que
tenga sentido hacerse esta pregunta. Por ejemplo, nadie se
preguntaría si la buena salud es un obstáculo para alcanzar la
felicidad. Con la salud no hay lugar a dudas, todos sabemos que es
una condición que favorece el bienestar de cualquier persona.
En cambio hay algo
extraño en la relación que tenemos con el dinero.
Por un lado, a
todos nos hace falta y muchos de nosotros hacemos bastantes
sacrificios para conseguirlo. Normalmente vamos al trabajo todos los
días a llevar a cabo una actividad que tal vez no nos gusta
demasiado, soportando a un jefe que quizás no nos cae muy bien. Y
todo por una paga que muchas veces no nos parece justa, que no nos
alcanza para concretar todo lo que nos gustaría hacer.
Pero por otro lado, las personas que
tienen mucho dinero y que por lo tanto ya no tienen que hacer tantos
sacrificios, tampoco parecen estar muy contentas.
Si me pidieran que
imagine a una persona muy sabia, espiritualmente evolucionada y
sensible, difícilmente asociaría esas cualidades con las de un
multimillonario. En cambio es probable que piense, por ejemplo, en un
monje budista, solitario, en contacto con la naturaleza, viviendo de
una manera muy sencilla, en condiciones de extrema austeridad.
¿Será sólo un
estereotipo, consecuencia de los prejuicios, o habrá algo de verdad
en todo esto?
Yo tengo una
respuesta. Es la mejor que encontré hasta ahora, pero antes de
proponértela quisiera compartir dos historias que arrojan un poco de
luz sobre este asunto.
La camisa del hombre feliz
La camisa del
hombre feliz es el título de un cuento muy breve cuyo autor es el
escritor ruso León Tolstoi. La historia cuenta que el zar había
caído gravemente enfermo y los médicos no conseguían curarlo. Tal
era la preocupación en el palacio que se ofreció una cuantiosa
recompensa al que fuera capaz de devolverle la salud. Cuando todos
los sabios ya habían fracasado y no quedaba ningún remedio por
ensayar, un trovador aseguró saber cuál era la única cura para el
misterioso mal: era necesario, afirmó, que el zar se pusiera la
camisa de un hombre que fuera completamente feliz. Se inició
entonces la búsqueda, se enviaron emisarios en todas direcciones, se
recorrió el país entero, hasta sus más remotos confines, pero
aparentemente no había ninguna persona que fuera completamente
feliz. Todos tenían algo de qué quejarse, todos sentían que les
faltaba algo para ser plenamente felices. Hasta que finalmente lo
encontraron. Hallaron al único hombre feliz. Un hombre sencillo,
solitario, viviendo de manera muy humilde… pero completamente
feliz. Y a pesar de que estaba dispuesto a colaborar para que el zar
recuperara la salud, había un problema insuperable: este hombre era
tan pobre que no tenía ni siquiera una camisa.
Este cuento parece
reforzar la idea de que es más fácil encontrar la felicidad si uno
no tiene mucho dinero. Sí, ya sé, es sólo un cuento… pero si su
argumento fuera completamente absurdo, no sería recordado todavía
hoy, más de cien años después de escrito.
Las 99 monedas de oro
En el otro cuento
que quiero compartir, Las 99 monedas de oro, hay un rey que estaba
siempre de muy mal humor. Su sirviente personal, en cambio, se veía
todo el tiempo muy contento, su felicidad parecía ser completa. Muy
intrigado (¡y muy molesto!) un día el rey decidió preguntarle cuál
era el secreto de su permanente alegría. De antemano sabía que el
sirviente vivía muy humildemente, en condiciones muy distintas de
las que el rey disfrutaba en el palacio. El sirviente le explicó, lo
mejor que pudo, que normalmente se sentía así de bien porque tenía
buena salud, una familia numerosa y buenos amigos. Y que aunque vivía
en la pobreza, con todos los problemas y limitaciones que eso
implica, había aprendido a disfrutar de cada momento de esa vida tan
sencilla. El rey no quedó satisfecho con esta explicación y decidió
consultar el asunto con el sabio de la corte, quien le propuso llevar
a cabo un singular experimento con el pobre sirviente. El sabio le
aseguró que luego comprendería por qué el sirviente era feliz
mientras que él, el rey, estaba siempre de mal humor.
En secreto, le
hicieron llegar al sirviente una bolsa que contenía noventa y nueve
monedas de oro, una pequeña fortuna. La bolsa estaba acompañada de
una nota que decía que ese dinero era una recompensa por ser una
persona honesta y trabajadora. Muy feliz (¡mucho más que de
costumbre!) el sirviente comenzó a contar las monedas. Le llamó la
atención comprobar que eran noventa y nueve. Pensó que tal vez con
la emoción se le habría caído una moneda. La buscó en el piso de
la habitación pero no la encontró. Luego imaginó que tal vez el
mensajero que trajo la bolsa podría haberle robado la moneda
faltante.
Ya no estaba contento. Ahora sólo podía pensar en la
moneda perdida. Ya no se sentía feliz por las noventa y nueve
monedas recibidas. Comenzó a pensar cómo podría hacer para reunir
el dinero suficiente para comprar una moneda más y así completar
las cien. A partir de ese momento ya no tuvo momentos libres, comenzó
a dormir sólo unas pocas horas al día y puso a trabajar también a
toda su familia. En su afán de comprar esa última moneda, el
sirviente, que ahora vivía obsesionado por el dinero, perdió su
tranquilidad y su buen humor. Y el rey, que finalmente aprendió algo
acerca de la felicidad y del dinero, no tuvo más remedio que
despedirlo porque se había vuelto malhumorado e insoportable.
Bien, este segundo
cuento sugiere, como el primero, que es más fácil ser feliz siendo
pobre que siendo rico. Pero además propone cómo es el mecanismo a
través del cual se va perdiendo esa felicidad en la medida en que
comienza a llegar el dinero. Las personas muy pobres están obligadas
a gastar todo su dinero en cosas básicas e indispensables, y es tan
poco lo que les sobra que no pueden soñar con otros proyectos. Su
atención, entonces, es más libre para disfrutar de la vida. En
cambio, quienes tienen un poco más de dinero ya pueden fijarse otras
metas, comienzan entonces a recorrer una espiral que los obliga a
esforzarse cada vez más, a asumir mayores responsabilidades y a
preocuparse por cosas que en realidad no necesitan.
¿Todo esto
significa que para ser felices debemos ser extremadamente pobres?
Claro que no. Sólo nos muestra que hay caminos que pueden alejarnos
de la felicidad sin que nos demos cuenta a tiempo. Y el dinero o el
consumo, como metas en sí mismos, pueden llevarnos por esos caminos
equivocados, alejándonos cada vez más de la felicidad que
anhelamos.
Entonces…
Obsesionarnos por
tener más o angustiarnos por lo que nos falta son mecanismos que
utiliza el ego para mantenernos insatisfechos.
La experiencia de
tomar un té, por ejemplo, es similar para un rico que para un pobre.
Se trata simplemente de hacer una pausa, relajarse, y disfrutar del
té. Es igual para mí que para un multimillonario, no hay una
verdadera diferencia. Lo mismo puede decirse de dormir la siesta,
tomar una ducha o mirar una película.
Cualquiera sea el
nivel de nuestros ingresos, cualquiera sea la cantidad de dinero o de
bienes materiales que estén a nuestra disposición, lo mejor que
podemos hacer es no olvidarnos de vivir plenamente cada día, cada
momento… es no olvidarnos de disfrutar del misterioso milagro de
estar vivos.
Axel Piskulic
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