La
ley del mínimo esfuerzo plantea una verdad que casi todos conocemos,
por puro sentido común. Dice
que cuando algo se puede hacer de diferentes maneras, siempre la
mejor opción es
la que implique un menor gasto de energía.
¿Por qué? Porque es más eficiente, lo que nos lleva a obtener el
mismo resultado empleando menos esfuerzo.
El
esfuerzo es un atributo que le otorga mayor valor,
objetivo y subjetivo, a los proyectos.
Una piedra preciosa tiene más valor porque es más escasa y, por lo
tanto, hay que hacer más esfuerzo para encontrarla. Una meta lograda
se valora más cuando lleva implícita la superación de grandes
obstáculos. Así que, en principio, podemos decir que estamos de
acuerdo en que el esfuerzo es un valor positivo y loable.
Ahora
bien, no siempre un mayor esfuerzo genera mejores resultados.
Se puede llevar una contabilidad a mano. Sumar, restar y hacer todas
las operaciones a través de cálculo manual. Lo mismo se logra con
un software en mucho menos tiempo y con mayor garantía de ausencia
de errores. En ese caso, la cantidad de esfuerzo invertido no es
proporcional a los resultados obtenidos. En realidad, en el primer
caso, hubo un derroche de energía.
La ley del
mínimo esfuerzo no intenta eliminar la dificultad ni nos anima a
elegir solo tareas que sean fáciles. El enfoque se
centra más bien en encontrar la manera de reducir el esfuerzo
necesario para alcanzar un objetivo. Veamos esto
con mayor detalle.
“El secreto de mi felicidad está en no esforzarse por el placer,
sino en encontrar el placer en el esfuerzo”.
-André Gide-
Los obstáculos y la ley del mínimo esfuerzo
La ley
del mínimo esfuerzo está estrechamente relacionada con renunciar
al control y dejar que todo fluya.
Algunos pueden pensar que se trata de un enfoque que exalta
demasiado la actitud relajada o despreocupada, pero no es así. Una
cosa es buscar el camino más sencillo y otra muy diferente ser
negligente o irresponsable.
De lo
que se trata al final es de adoptar una nueva posición frente
a los obstáculos.
Las dificultades están ahí. Las encontramos en la mayoría de las
tareas cotidianas. A veces realizamos esfuerzos enormes y, pese a
ello, las cosas no salen como esperamos. Nos sentimos agobiados por
todo lo que tenemos que hacer y cada vez nos cuesta más empeñar
nuestra voluntad en lograrlo.
La
actitud obsesiva frente
al trabajo fácilmente nos conduce al estrés y luego al bloqueo.
Es entonces cuando nos debatimos entre la total resistencia a seguir
trabajando y la obligación de hacerlo. Es tanta la energía
emocional que empleamos en este debate que terminamos completamente
fatigados, al tiempo que nuestros resultados no son los mejores.
De ahí a la
frustración constante hay un solo paso. Lo que hacemos no es
proporcional a lo que conseguimos. Luchamos mucho por enfocarnos en
esos compromisos de trabajo y terminan hartándonos. Aun así,
tenemos que cumplir con el deber. Es entonces cuando cobra validez
uno de los principios de la ley del mínimo esfuerzo: la
productividad no depende de la cantidad de energías que invirtamos,
sino de la claridad y la inspiración que
guíe las acciones.
La ley
del mínimo esfuerzo señala que lo fácil en principio debe ser
valorado como bueno. También plantea que menos es más y que “bien”
es suficiente.
En otras palabras, los caminos más sencillos, que impliquen menos
esfuerzos, son los mejores. Así mismo, recalca que hay ocasiones en
las que una actitud menos perfeccionista puede conducirnos
potencialmente a obtener mejores resultados.
Hay
muchas maneras de hacer las cosas, pero no siempre somos conscientes
de esto. A
veces ni siquiera tenemos claro cuál es el método que utilizamos.
Quizás desarrollamos las actividades como hemos visto que lo hacen
otros, o como alguien nos ha dicho que debemos efectuarlas. Pero no
nos hemos detenido a pensar si en verdad el camino que tomamos es el
mejor para llegar a la meta.
La ley
del mínimo esfuerzo dice que si te sientes agobiado, bloqueado o
harto de una actividad, no continúes con ella.
Tu cuerpo y tu mente te están gritando que te detengas. Llegaste a
ese punto por realizar las tareas de una forma mecánica y estás
pagando el precio. Al quedarte quieto, al no hacer nada, o realizar
una pausa de corte, induces un cambio de esquema.
Es
momento de hacer algo que te recargue la energía. Algo gratificante
que te permita ubicarte en una perspectiva diferente.
Después, lo que sigue es reflexionar acerca de cómo enfrentas tus
compromisos. ¿Existe una forma más sencilla de cumplirlos? ¿Hay
pasos innecesarios que podrías suprimir? Piensa en cinco maneras
diferentes de hacer lo mismo. Evalúa. Cuestiona. Deja fluir la
creatividad. Permite que la inspiración aparezca y verás cómo se
te ocurren métodos mejores y, sobre todo, más fáciles.
La mente debe encontrar la vía para fluir
Estamos
de acuerdo en que una mente fluida es más eficaz y ahorra muchos
esfuerzos.
Lo que muchas veces no conocemos es la manera de lograr que esa
mente fluya. Según los principios de la ley del menor esfuerzo, se
deben cumplir cinco condiciones para que esto suceda. Son las
siguientes:
-
No intentes cambiar una situación porque sí, más bien acéptala, procurando comprenderla.
-
Intenta observar tu problema como si fueras un espectador y no el protagonista del mismo
-
Abre la mente y sé permeable a las nuevas opciones y los nuevos caminos.
-
Trabaja por encontrar nuevas respuestas y soluciones, hasta que aparezca alguna que realmente te motive a actuar.
La
resistencia obstinada a aceptar las situaciones solo contribuye a
que te bloquees.
Las quejas, el culpar a otros y el renegar de la realidad son formas
de resistencia. Cuando se logra superar ese rechazo a cambiar de
esquema, se da el paso decisivo para que la mente comience a fluir.
Esto facilita que emerja la inspiración, con toda su fuerza
creadora.
Lo más importante: disfrutar
Cuando
disfrutamos de lo que hacemos, por norma obtenemos mejores
resultados.
Es obvio. Ponemos más empeño en aquello que captura nuestra
atención y nuestro interés. Es un disfrute dedicarnos a ello. El
tiempo vuela y no tenemos problema en hacer un esfuerzo de más
porque todo quede mejor. Fluimos.
¿Existe de
verdad una manera para que podamos disfrutar de las
obligaciones? Siempre
hay una forma de conectar cualquier actividad con el juego.
Supongamos que lo que debemos hacer es algo aburrido y mecánico,
como introducir 500 tediosos registros en una base de datos. ¿Y si
ensayamos a proponernos competencias con nosotros mismos? Medir el
tiempo y superar reiterativamente nuestra propia marca.
La ciencia ha
dicho que una
forma de ayudarnos a hacer esas tareas que resultan por completo
tediosas es trabajando en ello por lapsos de 20 minutos.
Después de ese tiempo, hacer un corte, un descanso. Y luego se
repite el ciclo. ¿Has ensayado a hacerlo? Inténtalo y vas a ver
cómo el número de errores que cometes disminuye.
En
conclusión: ser flexibles
Poner en
práctica la ley del mínimo esfuerzo para que su rédito sea
beneficioso requiere de inteligencia. Buena
parte de nuestras actividades se desarrollan en una dinámica donde
lo que prima es la inercia.
En raras ocasiones nos cuestionamos si los procedimientos rutinarios
que ofrecen buenos resultados podrían tener una alternativa más
efectiva.
Así,
algunas de nuestras “costosas” rutinas se van convirtiendo en
una especie de camisa de fuerza.
No solo condicionan nuestras acciones sino también, y lo que es más
importante, nuestro pensamiento. Sin darnos cuenta a qué horas,
terminamos viviendo a partir de esquemas rígidos, en los que nos
sentimos atrapados. Ahí es donde la ley del mínimo esfuerzo puede
ayudarnos a elegir caminos más constructivos y eficaces.
Lo
valioso de esta perspectiva es que se centra en la creatividad y
el disfrute.
También podemos introducir hábitos que nos impulsen a ser más
imaginativos y a pensar más en nuestro propio bienestar. Elegir el
camino más fácil nos hace mejores y permite que alcancemos
resultados más notables.
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