UN MOMENTO PARA PERSEVERAR Y OTRO PARA RENDIRSE
Para
llegar al pueblo donde vivía su deudor, necesitaba atravesar un
ancho río, así que tuvo que recurrir a los servicios de un
barquero, que le cobró 5 florines.
Por
suerte, el comerciante pudo encontrar a su deudor y este le pagó lo
que le debía sin chistar. Feliz de regreso a casa, tuvo que volver
a atravesar el río, y pagarle al barquero.
Por
la noche noche, al poner la cabeza en la almohada, se dio cuenta de
que había invertido varias horas de su vida para reclamar una deuda
y al final, había terminado con las manos tan vacías como por la
mañana”.
Esta parábola
nos remite a las personas que persiguen obsesivamente una meta, sin
darse cuenta de que terminan descuidando asuntos mucho más
importantes y, lo que es aún peor, su empecinamiento puede causar
daño a ellos mismos o a los demás.
La malsana exaltación de la perseverancia
En
nuestra sociedad valoramos la perseverancia, y deseamos transmitirle
este valor a nuestros hijos. No hay nada de malo en ello. Siempre
que se haga con mesura. El problema comienza cuando se asume como
una obligación, cuando creemos que no tenemos más opción que
perseverar. Sin duda, a ello han contribuido frases positivas que
encierran una gran ingenuidad como: “nunca
te rindas”
o “la
perseverancia hace que todos los obstáculos desaparezcan”.
Sin embargo,
cualquier valor que se asuma como la única solución posible
implica limitarse, porque nos impide ver otras alternativas, que
quizá son menos dañinas o implican un costo emocional menor.
Cuando pensamos que si abandonamos un proyecto que ha perdido su
sentido o que ha dejado de motivarnos significa “fracasar” o
“ser débiles”, tenemos un problema porque, en el fondo, ese
pensamiento es una expresión de un “yo” rígido.
Perseverar
es importante porque todas las grandes cosas demandan sacrificios y
tiempo, pero también es importante desarrollar una actitud
desapegada que nos permita valorar el esfuerzo realizado en términos
de costos/beneficios, incluyendo en esa ecuación la esfera
emocional.
Nuestras predicciones emocionales están sesgadas
A la hora de decidir si debemos perseverar o cambiar el rumbo, es fundamental tener en cuenta que las emociones pueden jugarnos malas pasadas. Nuestras predicciones emocionales están sesgadas. Psicólogos de la Universidad de Harvard llevan años estudiando el fenómeno de la predicción emocional y han descubierto que, aunque somos capaces de predecir la valencia de las emociones, no somos muy certeros prediciendo su intensidad ni su duración.
Eso significa
que no somos muy buenos prediciendo cuán felices o satisfechos nos
sentiremos al alcanzar determinadas metas ni por cuánto tiempo nos
sentiremos mal por haber abandonado un proyecto o cuán intenso
puede llegar a ser ese malestar. Solemos irnos a los extremos:
pensamos que nos sentiremos muy felices cuando alcancemos nuestro
objetivo y creemos que nos sentiremos fatal si no lo logramos, pero
la realidad nos demuestra que no es así.
Esto se debe, al menos en parte, a que el esfuerzo que hemos invertido en el camino nos ha desgastado y los frutos obtenidos no terminan reportando tanta satisfacción como esperábamos. Esa es la razón por la que cuando logramos ciertos objetivos muy anhelados, puede quedarnos un sabor agridulce en boca. Sabiendo esto, podemos asumir una actitud más objetiva en el momento de valorar si vale la pena seguir perseverando.
Esto se debe, al menos en parte, a que el esfuerzo que hemos invertido en el camino nos ha desgastado y los frutos obtenidos no terminan reportando tanta satisfacción como esperábamos. Esa es la razón por la que cuando logramos ciertos objetivos muy anhelados, puede quedarnos un sabor agridulce en boca. Sabiendo esto, podemos asumir una actitud más objetiva en el momento de valorar si vale la pena seguir perseverando.
El resultado no es tan importante como el camino que hemos recorrido
En ocasiones
nos empecinamos en lograr algo, solo porque no queremos tirar en
saco roto el tiempo y el esfuerzo invertido. A este fenómeno se le
conoce en el ámbito de la Economía como "costo hundido",
una de las principales causas que nos llevan a tomar decisiones
irracionales.
El costo hundido se genera por nuestra aversión a la pérdida. En la práctica, pensamos que si no seguimos adelante con un proyecto en el que hemos invertido tiempo, sacrificio e incluso dinero, perderemos esa inversión. Al seguir invirtiendo, a menudo produce un sobrecosto, y nos encerramos en un bucle de insatisfacción.
Debemos darnos cuenta que esa inversión ya está perdida, pero no tenemos necesidad de seguir invirtiendo en saco roto. Ya hemos gastado dinero en el billete de entrada, pero si a última hora decidimos que no nos apetece ver la obra, no tenemos que gastar nuestro tiempo y obligarnos a hacer algo que no nos apetece, simplemente podemos cambiar de planes.
Por eso, cuando ese proyecto ha dejado de tener sentido, ya no nos entusiasma o simplemente nos demandará mucha energía, quizá ha llegado el momento de abandonar. Cuando estamos empeñados en algo y la única razón que hallamos para seguir adelante es “porque ya he invertido tiempo y esfuerzo”, algo anda mal.
Cambiar
de idea no es negativo, al contrario, puede ser sinónimo de
crecimiento. Cambiar de proyectos o darse cuenta de que algo ha
dejado de apasionarnos no significa que hayamos fracasado, nos
quedan las experiencias vividas, que pueden ser una fuente de
sabiduría. De
hecho, a menudo no importa el objetivo que hayas logrado sino la
persona en la que te has convertido mientras recorrías ese camino.
Rendirse no
es negativo, en ciertos casos puede ser una señal de inteligencia.
La verdadera sabiduría radica en encontrar el equilibrio entre la
perseverancia y el dejar ir, en ser capaces de discernir entre el
empecinamiento y las posibilidades reales. Invertir en esa habilidad
te permitirá ahorrar lo más valioso que tienes en tu vida: el
tiempo.
Jennifer
Delgado
No hay comentarios:
Publicar un comentario