¿POR QUÉ CUESTA TANTO ASIMILAR LO BONITO DE LA VIDA?
La vida nos acostumbra a caer, a
cometer errores, a recibir
golpes y decepciones y a tomar decisiones equivocadas. Y nos amoldamos a
tener que lidiar con la frustración, el enfado, la tristeza y la desesperación.
Las emociones negativas y el dolor son
necesarios. No seríamos fuertes si no nos viéramos obligados a defendernos, a
sobrevivir, a seguir tirando del carro; no sacaríamos los dientes si no
tuviéramos que comernos la vida a bocados y saborear los instantes
irrepetibles; no afilaríamos
las garras si no necesitáramos agarrarnos a realidades paralelas donde los
sueños nos arropen.
En definitiva, somos quienes somos y estamos en
donde estamos por todo lo que hemos tenido que hacer por culpa de los
tropiezos.
Somos tal y como hemos
conseguido superar cada reto.
Y somos cómo
enfrentamos cada recaída.
Somos cómo actuamos
ante una vida que por momentos no nos satisface.
Por todo ello, establecemos un vínculo
muy fuerte con esas emociones. Nos son
familiares y nos ayudan a seguir. Nos impulsan a echarles un pulso, a ganarles
la batalla.
Nos identificamos con el dolor, lo
conocemos bien. Nos vemos continuamente obligados a
reafirmar nuestra relación con él para saber cómo manejarlo, cómo restarle
presencia.
Y, aunque cueste asimilar todo lo negativo
que nos rodea, tenemos la capacidad de encajarlo y de centrarnos en poner en
práctica cualquier tipo de solución. Aunque
sea difícil superar algunos batacazos estamos más predispuestos a su
existencia.
Pero, ¿qué pasa con lo positivo?
La vida nos acostumbra demasiado a ser sus marionetas, o a creer
que nos maneja.
Vamos a por los objetivos con pies de plomo, o de puntillas, por
miedo a no conseguirlo. Porque sacamos lo mejor de nosotros, pero nada depende
totalmente de nuestro control.
Creemos poder, pero.
Pero, siempre el maldito pero.
Por eso, cuando algo bonito llega a nuestras vidas crea cierta
desorientación. Incluso podemos sentirnos despersonalizados, como si realmente
no nos estuviera pasando, llegando a observar nuestra propia vida desde fuera,
sin participar de esa felicidad.
Tememos que se acabe, que no sea del todo cierto o que hayamos
creado unas expectativas que no se van a cumplir.
No deja de ser una forma de
protegernos, una defensa de nuestra autoestima. Es mejor mantenerse a un nivel
basal que no sea demasiado elevado, compensando
las subidas y bajadas, que estar en una nube y caer en picado.
Esto causa el temor generalizado de experimentar
emociones positivas. No
queremos enamorarnos porque sabemos lo que conlleva que las mariposas se
acaben, nos cuesta dejarnos llevar porque la adrenalina es temporal y no nos
abrimos a lo desconocido porque corremos el riesgo de volver a vaciarnos.
Y así caemos en el
error de no arriesgar.
Nos cuesta demasiado caminar si no hay obstáculos. Estamos empachados
de experiencias y lecciones que nos han llevado a aprender que todo lo bueno
viene tras mucho esfuerzo, y que nada en la vida es gratis.
Y nos
hemos vuelto unos desconfiados de la felicidad. Como
si por repartirse a dosis imperceptibles no pudiera crear adicción.
Como si lo mágico de la vida no fuera
su incertidumbre, y la
capacidad que tiene de abrirnos las puertas justo cuando empezamos a disfrutar
de su achique emocional.
Es paradójico que estemos más acostumbrados a caer que a
mantener el equilibrio. Que nos suponga un mayor esfuerzo reubicarnos cuando
somos felices. Que salgamos a la calle con una armadura de pesimismo para
salvaguardarnos de los imprevistos.
Pero tiene su lógica. Cuando somos felices tocamos con
nuestras propias manos la vida, y esta es demasiado frágil.
Acariciamos los sueños que antes brillaban en el horizonte,
guardamos en los bolsillos dosis inolvidables de instantes mágicos y nos
acolchamos en nubes mentales que reconfortan nuestro bienestar.
Los pies bailan sin levantar los pies del suelo por el simple
hecho de haber encontrado su sitio y recolocas cada una de las pisadas que te
han llevado a él.
Después de esto, nadie quiere volver al germen del revuelo, sino
experimentarlo indefinidamente. Y eso es lo que nos descoloca en mayor medida.
Temer que sea la última vez que brille nuestra historia.
Pero si algo sabemos a ciencia cierta
es que cada mañana
vuelve a salir el sol. Siempre hay luz fuera y siempre acaba por
imponerse.
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