Nada es personal. Nada.
El hater que te masacra en las redes no te odia a ti. Y
aunque seguro que te molesta que lo diga, el que siempre te da like o te
piropea, tampoco tiene que ver contigo. No digo que no le gustes, que no
aportes valor o que no le seas útil, para nada me refiero a eso. Lo que
pasa es que cada vez tengo más claro que no vemos nada como realmente es. Suena
raro ¿verdad? pero es que llevamos puestas unas gafas viejas que sólo nos dejan
ver a través de nuestros filtros mentales.
Vemos lo que somos. Vemos lo que esperamos ver. Vemos lo
que nos molesta y lo que nos asusta. Cuando estamos enfadados vemos un mundo
injusto y cruel. Cuando estamos contentos, encontramos a esa vecina que tiene
un tono de voz que nos exaspera y nos damos cuenta que hoy no nos chirría
tanto. Ella es la misma, pero nosotros no. Lo peor de todo creo que no es
llevar puestas las gafas, es ir por la vida sin saber que las llevas. Sin tomar
consciencia de la distorsión con la que lo percibes todo.
Quiero que quede claro que el hecho de que nosotros
llevemos puestas unas gafas graduadas según nuestras creencias, valores,
pensamientos, hábitos y patrones de vida no significa que los demás no sean
responsables de lo que hacen o dicen. En absoluto. Ni que este mundo no tenga
rincones oscuros y terribles. No digo eso. Sin embargo, nuestra capacidad para
entrenar la mente y reconocer lo que sentimos y gestionarlo, nos puede ayudar a
sobrellevar situaciones duras y poner nuestra atención en aquello maravilloso
que hay en nuestra vida.
Creo que hay un antes y un después en nuestra experiencia
vital cuando nos damos cuenta que miramos a través de esas gafas. Cuando
tomamos consciencia que tal vez otra persona en nuestra situación no se
sentiría de la misma forma. Que estamos proyectando nuestro miedo, nuestra
frustración y nuestra ansiedad por el futuro en otros y en cada detalle que
vivimos. La vida es un espejo. Nos devuelve lo que proyectamos en él. A veces
por exceso y otras por defecto, a veces lo contrario y otras más de lo mismo.
Sé que esto duele, lo sé. Cuando lo oí la primera vez, la guerrera que vive en
mis entrañas quería aullar y gritarle a la persona que me lo dijo. Ahora
aceptarlo me trae mucha paz. Miro lo que me dice el espejo y me comprendo a mí
misma. Doy las gracias por ese valioso material que la vida me ofrece.
Cuando alguien intenta ofenderme y lo consigue, una parte
de mí quiere reaccionar todavía y contestarle agresivamente. Es mi guerrera, la
que a veces pierde lo que ama por querer tener la razón y pelear batallas sin
sentido. Sin embargo, mi exploradora, la persona que ya sabe que no
necesita demostrar nada a nadie, la que ya se valora y ama sin condiciones,
piensa “¿me duele? pues vamos a usarlo para aprender, para seguir creciendo,
para saber qué tengo que reconocer y aceptar todavía. El espejo es un
instrumento de perdón, sobre todo hacia uno mismo.
Si alguien te llama tonto no habla de ti, habla de sí
mismo. Está proyectando su necesidad de quedar por encima o su rabia, tal vez. Si
alguien te llama tonto y te ofende y molesta, (no me refiero a que tenga que
gustarte, hablo de que pasen unas horas y sigas pensando en ello), habla de él
mismo, por supuesto, pero también habla de ti. Te dice que todavía te crees esa
barbaridad. Que en algún lugar de tu mente, aunque sea de forma inconsciente,
no te valoras todavía suficiente y te crees a cualquiera que te ponga en
duda.
Parece una ofensa, pero es un “regalo maravilloso para que
sigas mirando en ti y borres esa idea absurda”, como diría mi compañero y
amigo Juan
Pedro Sánchez, una de las personas que conozco que más saben de felicidad
en la empresa y de liderazgo. Esta situación es una oportunidad para que te des
cuenta que confundes tal vez el hecho que cuando eras niño o niña no eras el
mejor en matemáticas con el hecho de ser tonto. Es un buen momento para
descubrir tu talento y ponerte en valor. Para prestar atención a tus fortalezas
y aceptar tus debilidades como algo que usar para seguir adelante y
aprender. Un buen momento para reconciliarte contigo y hacer las
paces.
Y claro, si esa persona te trata mal, pon límites. Y si
no es capaz de asumirlos, que no esté en tu vida. Es responsable de su
intento de ofensa, pero lo que ella diga o piense, escapa de nuestro control.
Lo que sí podemos hacer es usarlo para salir fortalecidos.
Para trabajar en ti hay un paso previo que es aceptar. La
aceptación no es resignación, todo lo contrario, es transformación. Aceptar no
significa que la situación que vivimos nos guste o no intentemos cambiarla si
está en nuestra mano, significa que aprendemos a adaptarnos mientras no cambia
y la vivimos desde la calma. Sin poner el foco solo en lo negativo.
Aceptar es darte cuenta que puedes vivir en paz lo que te pasa sin que cambie,
aunque no te guste.
Vamos por la vida con nuestras gafas puestas. Las gafas
son como esa mochila pesada de situaciones dolorosas y creencias que cargamos.
A medida que soltamos las piedras pesadas que llevamos dentro, nuestra visión
es más clara, más abierta. ¿No te ha pasado que al vivir una situación dura te
das cuenta que si te hubiera sucedido hace años no hubieras podido soportarlo?
La situación es la misma, pero tú no.
Lo que nos ayuda a afrontar cada situación es la
valoración que tenemos de nosotros mismos. Si me siento capaz y me valoro creo
que tendré herramientas para superarlo y en la inmensa mayoría de ocasiones veo
el presente menos oscuro. Lo que me lleva a decirte que si te amas a ti mismo y
te reconoces, afrontas la vida de otro modo. Confías en ti y en tu capacidad y
me atrevería a decir que confías incluso en la vida. No miras las cartas que te
dan en la partida sino cómo vas a jugar con ellas.
Ya sé que suena duro, pero es como si la situación fuera
algo mucho más neutro de lo que pensamos y dependiendo de cómo la miráramos la
decantáramos para un lado y otro. Como si la vida fuera una arcilla maleable a
la espera de que le diéramos forma con nuestros pensamientos y acciones. Si te
valoras a ti mismo, te consideras un buen alfarero o, como mínimo, confías más
en ti y te abres a aprender y explorar.
Recuerdo una vez, discutiendo con una compañera de
trabajo. Lo admito, ella me sacaba de quicio. Se puso (siempre según mis gafas)
muy impertinente y desagradable. Yo no tenía un buen día. Mi padre estaba en el
hospital y no estaba cómoda en ese trabajo. Recuerdo que cuando escuchaba su
retahíla de comentarios ofensivos (en el fondo una petición de socorro porque
tenía mucho trabajo y se sentía menospreciada y sola y lo volcaba en mí)
y yo intentaba no reaccionar a la defensiva y gestionarlo, sonó el teléfono.
Algo que llevaba tiempo intentando había salido bien. Una buena noticia. Me
sentí pletórica. Cuando colgué el teléfono y miré a mi compañera, ya no era la
misma. Una sensación de compasión inmensa me inundaba.
De repente, nada de lo que me decía podía afectarme
porque yo volvía a confiar en mí. Eso me decía dos cosas, la primera que mi
valoración de mí misma no puede partir de una llamada o una buena noticia…
¡Tiene que ser buena siempre! La segunda, que el problema no era ella sino
yo. A ella no puedo cambiarla para tener paz, a mí sí.
Cuando yo cambié, ella cambió y sus ofensas dejaron de
arañarme. Le dije que comprendía su situación y sus problemas, que si quería
podía echarle una mano, pero que no volviera a hablarme en ese tono porque
ambas nos merecemos respeto. No me tragué nada, pero se lo dije como alguien no
ofendido. No volvió a pasar.
En la inmensa mayoría de las ocasiones no estamos
enfadados por lo que creemos estar enfadados, Piénsalo. No te molesta que tu
compañera de trabajo en la que no confías ni te conoce te llame estúpida o algo
peor. No te molesta. No digo que sea agradable ni que tengas que aguantarlo, pero
no es por eso. Eso es como la gota que colma el vaso. En realidad, estás
enfadado porque la vida no es como tú crees que debería y no te pasa lo que
quieres que te pase. Porque te esfuerzas mucho y no consigues resultados y
otras personas que no luchan tanto como tú sí.
Estás enfadado porque das mucho y crees que recibes poco.
Porque cree que nadie te ama. Porque te miras al espejo y no te gustas… Estás
enfadado con la vida porque no sabes quién eres y no te amas, no te valoras, no
confías en ti. Y cuando alguien hace o dice algo desagradable, te lo recuerda o
lo pone en evidencia.
No podemos esperar a que el mundo nos valore para
valorarnos. De hecho, no podemos esperar nada de ese mundo y hacer que nuestra
felicidad dependa de ello. Podemos aceptarlo y amarlo y ver qué nos cuenta el
espejo. Podemos elegir mirar con miedo o con amor. Sentir ese miedo y saber que
siempre nos acompaña pero no permitir que decida por nosotros. Decidir que no
nos ofenden si no nos dejamos ofender porque lo que sentimos por nosotros
mismos está por encima de todo. Y que ese amor que nos profesamos puede ayudar
a otros a que sientan eso mismo.
¿Te imaginas trabajar en un lugar donde todo el mundo se
valora a sí mismo y se siente valorado?
¿Te imaginas un mundo donde las personas se respetaran a
sí mismas y respetaran a otros? El que se valora siempre valora a los demás
porque no los ve como una amenaza sino como una oportunidad de seguir
aprendiendo y sumar.
¿Imaginas un lugar en el que las personas se alegraran
del éxito ajeno porque fueran capaces de ver el brillo en otros y además
supieran que eso les recuerda que ellos también son capaces?
No se trata de verlo todo color de rosa y no ser
consciente de la realidad, al contrario. Eso sería ignorancia. Se trata de
conocer la situación, aceptar y ver cómo podemos darle la vuelta y aprender
algo de ella… Darse cuenta de lo mucho ya tienes y agradecerlo y seguir
adelante.
A veces, cuando formamos en competencias y habilidades
sociales e Inteligencia Emocional ofrecemos muchas técnicas y ejercicios para
el día a día y eso es muy necesario. Sin embargo, creo que la motivación real
siempre es intrínseca. Siempre la crea uno mismo, siempre parte de ti. Yo
puedo motivarte y activar tus ganas dos o tres días pero el camino es tuyo y va
hacia dentro. Por tanto, creo que lo mejor que puede hacer el formador o el
maestro es acompañar en un cambio de percepción. Ofrecer herramientas para que
los alumnos abran la mente y se planteen cosas jamás planteadas, para que
experimenten y vayan más allá… Para que se den cuenta de una vez por todas que
todo lo que nos pasa es una oportunidad para descubrir quiénes somos y qué tipo
de persona deseamos ser. Para que se acepten, se valoren y reconozcan.
Alguien que se ama y se valora mejora el mundo siempre.
Es un ejemplo con su forma de pensar, actuar y sentir. Justo ahí empieza la
empatía y la capacidad de ponerse en la piel de otro, cuando estamos en
coherencia con nosotros mismos y hemos hecho un trabajo interior gestionando
emociones y comprendiendo que, en realidad, nos pasamos la vida
proyectando. Alguien que se ama siempre suma y comparte porque su
autoestima hace que vea el mundo con esperanza y no como un lugar donde
quejarse y criticar.
A veces, la diferencia entre retroceder y dar un paso atrás
para tomar carrerilla es sólo la percepción. Porque todo está en la mente y la mente se
puede entrenar para abrirse cada día un poco más o para cerrarse.
No te preocupes, nada es personal, nada. En realidad, el
hater se odia a sí mismo y el admirador ve en ti aquello que anhela ser y
todavía no ha intentado poner en práctica porque tiene miedo.
Nada es personal si no queremos que sea personal. A
veces, lo único que necesitamos para cambiar son las gafas. Y todo empieza por
darse cuenta de que las llevas puestas y vaciar la mochila, que pesa
mucho…
Nota importante: que quede claro que usar las
situaciones de la vida y las relaciones para darnos cuenta de nuestras
creencias y programación interior para crecer no exime a los demás de su
responsabilidad ni nos culpa de nada. Si las personas no nos tratan bien no
debemos permitirlo ni estar con ellas. Todos somos responsables de
nuestros actos. Merecemos lo mejor y eso empieza con el autocuidado y la
autoestima.
Mercè Roura
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