NUNCA TE ADAPTES A LO QUE NO TE HACE FELIZ
A
veces lo hacemos, nos adaptamos a lo que no nos hace feliz como quien
se calza un zapato a la fuerza pensando que es su talla, y al poco,
descubre que es incapaz de caminar, de correr, de volar…La
felicidad no duele y por tanto no debe oprimir, ni rozar ni quitar el
aire, sino permitirnos ser libres,
ligeros y dueños de nuestros propios caminos.
Hace
unos años una marca de jabones que comercializaba su producto para
entornos laborales lanzó al mercado una gama en concreto que obtuvo
bastante éxito. Impresa en la propia pastilla de jabón aparecía la
frase “Happiness
is Busyness” (felicidad
es estar ocupado).
“El
mundo prefiere sabiamente la felicidad a la sabiduría”
Si
bien es cierto que líneas como el concepto de “flujo” Mihaly
Csikszentmihalyi enfatiza
la idea de que concentrarnos
en una tarea en cuerpo y alma puede darnos la felicidad,
en esta ecuación debe añadirse sin duda el factor que hace
referencia a si esa tarea nos es significativa o no. De hecho,
muchos trabajadores veían con triste ironía el eslogan de esos
jabones, porque no todos se sentían felices por llevar a cabo una
tarea que, si bien les aportaba una remuneración económica, lo que
no tenían era bienestar psicológico.
Podríamos
decir, casi sin temor a equivocarnos, que una
buena parte de nosotros nos adaptamos casi a la fuerza a muchas de
nuestras rutinas cotidianas, incluso siendo conscientes de que no
nos hacen felices (o
utilizando el símil de los zapatos, que nos hacen ampollas). Es
como ir en el interior de una noria que nunca para de girar. El
mundo, la vida, acontece nerviosa y perfecta ahí abajo, inaccesible
y risueña, mientras nosotros seguimos cautivos de nuestras rutinas…
Nos adaptamos para sentirnos seguros
De niños nuestros
padres nos ataban con un doble nudo los zapatos o zapatillas para
que no se desataran y no tropezásemos. Nos arropaban bajo las
mantas y la colcha con sumo cariño, subían hasta arriba las
cremalleras de nuestros abrigos y chaquetas para que estuviéramos
bien calentitos, atendidos, cuidados.
Muchas
de esas veces estábamos algo incómodos por toda esa presión
corporal, pero si había algo que sentíamos era seguridad. A
medida que nos hacemos mayores y adquirimos responsabilidades de
adultos, esa necesidad por sentirnos seguros sigue muy presente. Sin
embargo, esta indefinible pulsión por la búsqueda continua de
seguridad muchas veces no dirige nuestro comportamiento desde
nuestra consciencia.
Por
curioso que parezca, el más sensible frente a esta necesidad es
nuestro cerebro.
No le agradan los cambios, los riesgos ni aún menos las amenazas.
Es él quien nos susurra aquello de “adáptate
aunque no seas feliz, porque la seguridad garantiza la
supervivencia” Sin
embargo, y esto debemos tenerlo claro, la
adaptación no siempre no va de la mano de la felicidad; entre
otras razones porque esta adaptación muchas veces no se produce.
Hay
quien sigue manteniendo el vínculo de su relación de pareja sin
que exista un amor real, sin que haya una complicidad auténtica ni
aún menos felicidad. Lo
importante para algunos es escapar de la soledad y
para ello no dudan en adaptarse a la talla de un corazón que
no va con el suyo.
Lo
mismo ocurre a nivel laboral. Son
muchas las personas que optan por mostrar lo que se conoce como “un
perfil bajo”.
Alguien dócil, manejable, alguien que llega a bajar méritos y
estudios cuando redacta su currículum porque sabe que es el único
modo de adaptarse a determinadas jerarquías empresariales.
Es
como si en nuestra mente existiera un nuevo eslogan grabado, como el
de la empresa de jabones citada al inicio: “Adaptarse
o morir, renunciar para subsistir”.
Ahora
bien… ¿de
verdad merece la pena morir de infelicidad?
Por
qué adaptarte si has nacido para ser especial
A
pesar de que nuestro cerebro sea resistente al cambio y nos invite
elegantemente a permanecer en nuestra zona de confort, está
diseñado genéticamente para hacer frente a los desafíos y
sobrevivir ante ellos.
De hecho, hay un dato relacionado con esto mismo que nos invita a la
reflexión.
“La
felicidad no está en el exterior, sino en el interior, de ahí que
no dependa
de lo que tengamos sino de lo que somos”
Los
investigadores Richard Herrnstein y Charles Murray definieron
hace unos años un concepto denominado “Efecto
Flynn”. Se
ha observado que año a año las puntuaciones del
cociente intelectual siguen subiendo.
Esto se debe, entre otros factores, a que la vida moderna
actual está cada vez más llena de estímulos: tenemos más
acceso a la información, interactuamos más y nuestros niños de
ahora procesan cada vez más rápido todos estos datos, todos estos
estímulos relacionados con las nuevas tecnologías.
Ahora
bien, hay un aspecto esencial del que psicólogos,
psiquiatras, sociólogos y antropólogos son muy conscientes: un
CI elevado no siempre va de la mano de la felicidad.
Parece que eso de ser feliz y disponer de un entramado neuronal más
extenso y fuerte no siempre garantiza nuestro bienestar
psicológico. Es
extraño y desolador a la vez.
¿Qué
está pasando entonces? Nos hemos adaptado a esta sociedad de la
información pero a la vez, nos
recluimos en nuestras zonas de confort como quien mira la vida
pasar, inventando un sucedáneo felicidad,
una marca blanca que a instantes caduca y nos aboca al estrés y la
ansiedad…
Se
nos olvida, tal vez, que para ser feliz hay que tomar decisiones,
que hay que librarnos de los zapatos ajustados y atrevernos a
caminar descalzos, se nos olvida que el amor no tiene por qué
doler, que la
docilidad en el trabajo nos acaba quemando y
que a veces, hay que hacerlo, hay que desafiar a quién nos somete y
salir por la puerta de entrada para crear nuestro propio camino.
Nuestra propia felicidad.
¿Qué
tal si empezamos hoy mismo?
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