ANTE
EL ESPEJO
Lo
reconozco. Durante muchos años mi autoestima estuvo floja, por no
decir rota y casi sin aire. Me avergonzaba de mí y de todo lo que
salía de mí para el mundo… Nada era suficiente. Nada era hermoso,
ni sencillo, ni fluía… Todo parecía ser enormemente pesado,
complicado, triste… Vivir en mí era un ejercicio agotador y
extenuante. Todo dolía demasiado como para quedarse… Incluso
indagar en mí para descubrir mi verdad… Cuando
vemos dolor en el mundo siempre estamos contemplando nuestro dolor,
en realidad.
Hubo un tiempo
en que no hice nada por superarlo. Me limitaba a ir por la vida al
final de la cola y resignarme no quedarme con nada porque sentía que
nada me tocaba a mí, que no me pertenecía un pedazo de eso que
todos codiciaban. En mi lucha había algo parecido a la paz, se
llamaba resignación… Es terrible lo sé pero para el que nada
bueno espera, decidir dejar de esperar es un bálsamo. Y no está mal
dejar de esperar de otros, siempre que sepas que mereces lo mejor
siempre, pero yo lo ignoraba.
Así
crecí y fui acumulando tiempo y una sensación de sueño permanente
por dejar hacer sin esperanza, sin ilusión… Vivía
dormida suplicando que nada ni nadie me despertara porque siempre que
pasaba era para recibir mofa o burla. Ser
el foco de atención era un castigo, por eso me escondía.
No sé cómo,
seguramente porque durante ese tiempo acumulé tanta ira y rabia
dentro que o salían por mi boca o explotaban en mi estómago… Y
decidía empezar a usar las palabras.
Estaba tan harta
de tragar asco y dolor que empecé a defenderme del mundo… Y decidí
darle una lección. Durante años viví bajo la premisa «Ahora os
vais a enterar». Y me dediqué a mostrarme siempre perfecta, siempre
queriendo más para obtener aplauso y ser aceptada… Decidir que te
vean y juzguen es un castigo también si lo que piensan los demás te
importa demasiado y hace que lo que piensas tú de ti mismo no te
importe.
Durante aquellos
años, muchas personas se acercaron a mí con cariño, pero yo no
supe recibirlo porque la imagen de persona fuerte, atenta, siempre
alerta, siempre eficaz, era falsa… Y cuando venían a mí para
darme un abrazo, yo no sentía que abrazaran a esa persona que
parecía que era sino a la niña dormida del final de la fila que
nada bueno espera… Era como si creyera que al besar a la princesa
descubrirían que en realidad era un sapo.
Cuando alguien
me declaraba su amor, yo era incapaz de comprender qué veía en mí,
qué amaba, porque yo veía todavía a la niña cansada y nunca
hermosa y , en el fondo, pensaba que se reía de mí…
Y de la niña
cansada de no despertar, pasé a la mujer rota y agotada por estar
siempre alerta, siempre vigilando, intentando controlar al mundo para
que nada fallara, para ser perfecta, para ganarse en derecho de ser
como los demás acumulando méritos. Me sentía exhausta, me
arrastraba buscando fuerzas para seguir. Lo leí todo, lo cursé
todo, me tomé todas las vitaminas que hay en el mercado para subir
los peldaños de mi día a día con un poco de energía… De nada
servía porque la escalera que subía iba hacia fuera y la que
necesitaba empezar a recorrer iba hacia mí.
Las críticas me
desgarraban el alma. Nunca nada era suficiente. Siempre necesitaba
ser mejor, parecer mejor, recibir más elogios que siempre sabían a
poco o parecía vacíos porque mientras ellos veían a alguien
valioso yo me sentía miserable.
Tenía
tanto miedo de que todos volvieran a verme como yo me veía… Era
como llevar siempre una máscara que me asfixiaba. Si quería
respirar podía quitármela pero entonces tenía que asumir el alto
precio de ser vista y observada. A menudo pagamos altos peajes por no
decidir ser nosotros mismos. Por no asumir y aceptar y soltar la
necesidad de ser perfectos o ser como los demás quieren que seamos
(o como pensamos que quieren que seamos). La
máscara es cómoda pero te obliga a vivir a medias, a respirar a
medias, a estar en una sombra constante.
Doy gracias al
dolor. Siempre hubo dolor, emocional y físico, mucho. Y una vez
resultó insoportable. Era como si mi propia mirada se hubiera
transformado en cuchillo y me desgajara de arriba abajo. Era eso, yo
hiriéndome a mi misma a través del mundo. Yo mirando al mundo con
recelo porque pensaba que el mundo me miraba así a mí. Yo
peleándome contra el mundo y haciéndome daño en un ataque de ira…
Volviendo mis garras hacia mí… Odiando al mundo y descubriendo que
odiar al mundo es odiarse a uno mismo… Porque en realidad en
nuestro inconsciente cuando alguien nos critica sabemos que esa
crítica nos duele porque le damos veracidad, porque usamos las
palabras de esa persona para decirnos lo que sentimos y todavía
tenemos que curar en nosotros… Yo miraba al espejo y lo rompía en
mil pedazos esperando que cambiara el reflejo y con eso sólo
conseguía miles de pequeños espejos reflejando lo mismo.
Y entonces
sucumbí y me partí en pedazos. Y me di cuenta de que para pegarlos
y coserme no iba a servirme la estrategia del miedo al mundo, la de
la lucha constante, la de pasarme los días y las noches en vigilia,
controlando qué piensa el mundo de mí…
Llegó el
momento de decidir si me elegía a mí o al mundo… Y doy gracias de
nuevo por un momento de lucidez en el que me arranqué la máscara y
vomité todo mi dolor en las páginas de los libros…
Y pasado el
tiempo, a medida que he ido quitándome capas de miedo y de
necesidades inventadas, me he dado cuenta que aquel día no escogía
entre el mundo y yo, porque son lo mismo… Porque el mundo es lo que
tú eres, lo que imaginas que es, porque en el fondo lo dibujas tú…
Elegí en
realidad entre el amor y el miedo… Entre seguir mirando con odio o
comprender desde el amor. Entre esperar que cambie el mundo o cambiar
yo…
Entre mirar
hacia afuera o mirar hacia dentro.
Y miré en mí y
vi que el mundo y yo éramos una copia exacta. Y la compasión para
verlo, me llevó al amor…
Empecé a
mirarme de otro modo y sin demora el mundo me pareció un lugar donde
había espacio para la belleza.
Y cuando alguien
se me acercaba con amor, veía su amor y sentía el mío.
Lo que recibía
del mundo era una copia de lo que yo me daba a mí misma, que es al
fin y al cabo, lo que le daba a él…
Nadie
nos puede hacer daño si nosotros no estamos dispuestos a hacérnoslo
primero. No hay ofensa que te invada el alma si no se lo permites.
Lo que damos a
otros nos lo damos a nosotros mismos… Nos pasamos media vida
intentando coser el roto en otro cuando en realidad la herida está
en nosotros. Vemos el reflejo, cuando en realidad proyectamos
nuestras inseguridades y flaquezas… No vemos nada que no llevemos
dentro, aunque sea en forma de temor. Cuando vemos al otro capaz de
herirnos es porque entre nuestros miedos está que nos hiera, porque
en el fondo, nos estamos hiriendo nosotros mismos…
Nos asaltan los
prejuicios y destierran de nosotros un mundo de posibilidades que se
abre cada día cuando nos cruzamos con otras miradas… Esperamos
dolor y recibimos dolor, buscamos refutar en el otro la imagen que
tenemos de nosotros mismos… Debemos dejar de culpar y de intentar
curar al espejo de nuestro dolor y empezar a comprendernos y
aceptarnos a nosotros mismos
.
Vemos
en el mundo nuestra propia desconfianza.
Y el reflejo
nunca decepciona…
Pido
perdón por todos los arañazos que he infligido a otros durante el
camino mientras en realidad me arañaba a mí.
Mercè
Roura
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