Estas
preguntas y alguna más se las han hecho desde los orígenes de los
tiempos los seres humanos, quizá por el valor propio del tiempo y
porque es algo que una vez pasa ya no vuelve y eso nos produce miedo.
En
este último viaje, aproveché para compartir tiempo con mi amiga la
naturaleza, estaba yo relajado y pensativo como preparación para
unos momentos meditativos y observé que tenía delante de mí una
frondosa vegetación que se abría paso tras las últimas lluvias,
antes de deslizarse hacia el arroyo protegido por zarzales. Ráfagas
de viento mecían la hierba y las nubes, en lo alto, se desplazaban
muy lentamente.
Entonces
me di cuenta que todo pasaba a mí alrededor, en un triple sentido:
transcurría a mí alrededor, se iba moviendo en el plano espacial y
también sucedía en el plano temporal.
Entonces
me vino a la mente un pensamiento ¿Y si yo me estuviera quieto? Si
consiguiera estarme quieto, realmente quieto, horas y horas, incluso
días y días, constataría que todo a mi alrededor era cambio,
movimiento constante, que nada permanece, que nada se detiene, que
todo está en un continuo movimiento.
Años
practicando la meditación no me habían aportado tanto conocimiento,
como ese instante en medio de la naturaleza compartiendo meditación
con ella, me dieron la experiencia personal que mi mente aún no
había alcanzado.
Todo pasa.
Esto es un hecho que no nos cuesta admitir. Desde el clásico “tempus
fugit” –el tiempo vuela– acuñado por Virgilio hasta las más
contemporáneas secuelas del estrés, el ser humano ha tenido
múltiples ocasiones de comprobar cómo transcurre el tiempo. Incluso
se percibe que lo hace con ferocidad cuando a ese proceso neutro le
añadimos el temor a la enfermedad y, en última instancia, a la
muerte. Estoy convencido que si no tuviéramos ese miedo atávico a
la muerte nuestra percepción del transcurso del tiempo sería otra,
mucho más matizada, motivadora y alentadora de nuestra felicidad.
Pero nuestros
esquemas mentales, han sido entrenados durante milenios en
rivalidades y enfrentamientos, haciéndonos creer que hay que
competir contra los demás para obtener lo que precisamos para
nuestra vida. Y por imposición, nos hemos dedicado a competir contra
algo impreciso para sentir que aprovechamos la vida. No lo nombramos
y habitualmente ni siquiera lo procesamos mentalmente, pero en el
trasfondo está esa sensación de aniquilación, de desaparición,
que impregna los poros de nuestro ser, al menos en nuestro entorno
occidental.
Siglos de
religiones salvadoras no han conseguido disipar este temor, no han
conseguido que la fe pase de los catecismos a las células y neuronas
de cada ser humano.
El paso del
tiempo, nos produce no solo miedo, también nos deja con ansiedad,
incertidumbre, preocupación y con unas expectativas que no sabemos
si las podremos cumplir.
Por
eso nos aterra el paso del tiempo. Y probablemente por eso es por lo
que nos aterra otra circunstancia tan mal vista socialmente: perder
el tiempo.
No hace falta
recurrir a la cita de ejemplos para reconocer que nuestra sociedad ha
sido muy hábil a la hora de forjar un estigma contra las personas
que pierden el tiempo. En este saco tendrían cabida los haraganes,
los gandules, los vagos, los lentos y otros ejemplares salidos con
defectos de la fábrica de la competitividad. Lo cierto es que las
más denostadas y criticadas, (y en muchos casos envidiadas) son las
personas que a propósito toman la decisión consciente de salirse
momentáneamente del río del tiempo por el que deben según la
mayoría, transitar.
No importa
como sean las barcas en las que bajamos por este río de la vida, ni
su tamaño, ni el material del que estén hechas, lo que
verdaderamente importa e irrita al resto de los navegantes, es que
alguien, a pesar de haber sido dotado de una barca discretamente
normal, apta para competir en velocidad con las demás, decida
abandonar la carrera y recalar en la orilla, en tierra firme,
simplemente para observar descansadamente cómo los demás surcan con
esfuerzo la corriente.
Está mal
visto, aquel que valientemente, se sale del rebaño porque no quiere
seguir siendo borrego y no hacer lo que hacen todos. De tal forma que
para encontrar un espacio de aceptación social, como consecuencia de
su valentía y rareza algunas de estas personas han tenido que ir
construyendo a su alrededor cierto espacio de tolerancia, comprensión
e incluso a veces de simpatía.
En
la literatura clásica podemos ver expresiones del tipo: “FESTINA
LENTE”, cuyo significado es……. apresúrate despacio. Aquí,
con un gusto más típico, hemos acuñado el refrán “VÍSTEME
DESPACIO, QUE TENGO PRISA”.
Pero esto solo
se refiere a que la excesiva premura en la realización de una tarea
puede poner en riesgo la propia tarea. Y con ello lo que se sigue
ensalzando es la realización de la actividad, la eficiencia en su
desempeño, sin pérdidas innecesarias de tiempo. Por eso se trata de
mensajes que están basados aún en el paradigma que nos lleva a
aumentar cada día un poco más la velocidad de nuestras vidas.
Debemos tomar
conciencia, que «PERDER EL TIEMPO», cuando es una conducta
consciente, es una sencilla estrategia con un poderoso efecto de
interiorización nos permite llegar a nuestro propio centro y
permanecer en él.
Con la serena
quietud que nos da el centro de nuestro auténtico ser, donde estamos
a salvo de la ilusión del tiempo, y de las contrariedades de los
acontecimientos. Lo que nos permite sentirnos uno con todo lo
creado.
Perdiendo
el tiempo se pierde el concepto limitante del tiempo y se gana la
llave que da acceso al maravilloso santuario que se esconde en
nuestro interior. Dicen que quien consigue traspasar esa puerta
encuentra, al otro lado, la comprensión de todo lo creado.
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