No
me sirve cualquier sueño, pero sobre todo no me sirve cualquier
camino. La forma de llegar a lo que amamos y deseamos marca la gran
diferencia en nuestras vidas y poco a poco, cuando creces por dentro,
te das cuenta que es el verdadero premio… El sueño está en el
detalle, en el pequeño paso, en el día a día, en lo que conviertes
en rutina en tu vida, en lo que te atreves a cuestionar y decidir. El
sueño se empieza a conseguir el día que te das cuenta que lo que
importa es cómo llegas a él y decides apostar por tu coherencia.
Puedo no llegar a la meta, pero no
puedo permitirme no saber encontrar la paz cuando me dé cuenta que
no la alcanzo, ni fallar en esto de sobrellevar la pena de no cumplir
planes, ni acabar listas de objetivos.
Aunque puedo tardar un día o dos,
tres años o un siglo en hacerme a la idea de que a pesar de que nada
es imposible no todo pasa, no todo llega y a veces en eso hay cierto
sentido. A veces, el premio principal de tu vida es lograr encajar
las derrotas y convertirlas en éxito. Conseguir la actitud de un
ganador mientras asumes que no llegas a la meta o que no llegas
primero… Una vez consigues eso, esa magia, nada se resiste. Porque
te has transformado…
A
veces, las cosas que deseas no suceden. O al menos eso nos parece…
Tal vez porque no se ve qué es lo que estás dibujando con los
tumbos que das a cada paso, hasta que has dado los suficientes como
para poder tomar perspectiva. Hasta que te levantas de ti mismo y te
miras desde el aire y ves que no caminabas en círculo sino que
dibujabas en la tierra tu firma, que dejabas tu huella sin saber para
quién… A veces, no estás en el camino que deseas pero descubres
que eres útil en él para muchas personas y sabes que es en realidad
tu camino… Porque estás haciendo en él lo que soñabas hacer en
otro y no te has dado cuenta que no importa cómo sino para
qué.
La vida nos moldea y a veces nos pone
en nuestro sitio. Nos recuerda que fallar es necesario y que cada
error es un maestro para dar el siguiente paso… Un paso que a
menudo puede cambiar de sentido, de rumbo, desaparecer o hacerse tan
pequeño que parece que no avanzas nada, que no pasa nada en tu vida
porque no te mueves…
Echar tus raíces lleva tiempo. Uno
tiene que escoger a qué tierra pertenece, en qué mundo vive, a qué
cielo aspira, qué le sacude y le conmueve. Tiene que conocer todos
sus recovecos oscuros y haber encontrado todas sus aristas más
cortantes antes que los primeros brotes se abran paso a través de la
tierra y vean la luz.
Echar
raíces requiere tanta paciencia que los impacientes a veces se
cansan.
Requiere tanto entusiasmo, que los
entusiastas a veces se agotan y se quedan dormidos.
Requiere tanto trabajo, que los más
trabajadores a veces abandonan porque se sienten desnudos y vacíos,
porque acaban creyendo que cae en saco roto.
Echar
raíces a veces te deja tan roto que no recuerdas qué estabas
haciendo ni para qué. Y al final, sólo
llegan los que resisten, los que aguantan no saben cómo, los que se
empeñan de verdad.
A
veces, los que llegan lo han soportado todo porque a medio camino
decidieron que lo
que importaba no eran precisamente las hojas sino las raíces.
Porque se dieron cuenta que el trabajo de mirar hacia dentro para
conocerse y aceptar todo lo que allí encontraban era tan valioso que
la verdadera cosecha era crecer hacia abajo, hacia la tierra… Crecer
por dentro y sentirse sólido y a la vez ligero. Soltar
la carga de tener que llegar a nada en concreto… Agradecer
el poder respirar, el sentir, el tocar, el acariciar este día sin
que este día tenga que ser tasado, valorado, recordado, sin que se
tenga que asignar a nada una nota, un número de cuenta, un valor
añadido…
No
es lo que hacemos, es para qué lo hacemos.
A veces, el que llega es el que está
en sí mismo y no el que produce sin saber para qué. El sentido que
le damos a nuestros logros lo cambia todo. No somos máquinas de
producir, somos seres humanos que necesitan darle sentido a lo que
hacen. Nuestro “para qué” es tan importante que a veces no
conseguimos lo que soñamos porque no lo tenemos claro o porque lo
hemos confundido. Si queremos llegar para demostrar, no llegamos
jamás porque el que necesita ir dando lecciones al mundo nunca habrá
dado las suficientes… El que va llenando huecos ahí afuera para
ser admirado y compensar con ello el amor que no siente por él
mismo, nunca recibirá suficientes halagos… El que está en el
camino porque ama el camino y desea la meta para seguir amando y
compartir, ya tiene su recompensa en cada milímetro que avanza.
Las metas importan pero, al final, a
medio recorrido podemos descubrir que las que estamos anhelando no
son las verdaderas sino las que pensábamos que era nuestras pero
eran de otros… Que nos hemos puesto retos asequibles y en realidad
aspiramos a más, pero nos conformábamos porque no creemos merecer
de verdad… O por el contrario que nos elevamos tanto el listón que
en el fondo nos estábamos castigando, nos hacíamos subir una
montaña muy alta para demostrar que nada nos frenaba y asegurarnos
sufrir durante el ascenso… Lo que importa de verdad es cómo
llegamos y nuestra forma de aceptar la derrota, el cambio de rumbo,
el desatino y el error.
Lo
que importa es la sonrisa, el abrazo, el aliento que nos queda para
que al día siguiente sigamos dando la lata con algo hermoso que
conquistar…
Sin perdernos cada momento, cada
detalle, cada pequeño gesto de la vida…
No
podemos decir sí a todos los caminos para llegar porque algunos nos
piden dejar el alma antes del último ascenso y eso nos convertiría
en huérfanos de nosotros mismos.
Lo que importa está en nosotros y
pasa por sacudirse la angustia y caminar. Si el camino a tu sueño no
pasa a través de ti, ni te pide que saques tus penas al sol, no es
el camino que buscas…
No
me sirve cualquier camino, porque el sentido de andarlo es llegar a
mí mientras recorro todos mis miedos y mis rarezas y suelto todas
las necesidades que me inventé para soportarlos. No importa cómo,
ni dónde, ni a quién… Sólo para qué.
No
importan las hojas, lo que importa son las raíces…
Mercè
Roura
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