Esperar
menos. Consentirse un día sí y otro también. Atreverse. Buscar
refugio en el pequeño espacio de un abrazo para sentirnos más
grandes. Escapar de vez en cuando. Subirnos a ese tren que un día
dimos por perdido. Descansar. Soñar con los ojos abiertos como si no
hubiera mañana… Todas
esas cosas que nos hacen sentir vivos no tienen precio y nos dan la
felicidad.
Vivir
no es lo mismo que sentirse vivos. Sin embargo, no
siempre es fácil llegar a estos estados casi perfectos donde todas
nuestras fibras despiertan.
Donde nuestros sentidos se afinan y por un instante, todo adquiere
sentido, trascendencia y armonía. Resulta muy difícil sentirnos
realmente vitales en un mundo donde se nos anima más bien a asumir
una actitud pasiva y dependiente.
“La
risa es el sol que ahuyenta el invierno del rostro humano”.
-Víctor
Hugo-
Nuestra
realidad está orquestada por la presión casi continua de que nos
falta algo.
Gracias a ello nos convertimos en consumidores natos, en personas
ávidas por poseer o conseguir cosas con las que llenar una eterna
sensación de vacío. Porque siempre hay algo que anhelamos, algo que
no tenemos: otro producto, otro trabajo, una pareja más afectuosa,
un viaje a un país exótico… Cosas, dimensiones y estados que
ansiamos disponer para sentirnos (supuestamente) realizados.
Somos
como una pieza triangular intentando encajar en un puzzle de formas
ovaladas. Nos centramos demasiado en nuestro entorno, queremos
encajar en él sí o sí, olvidando que la felicidad parte de un
lugar muy concreto. El mismo que sitúa justo bajo la propia piel:
nosotros mismos. Es un hábitat que a
menudo olvidamos nutrir con ese ingrediente que realmente nos hace
sentir vivos: la pasión.
Vivir significa implicarse
Uno
de los mayores riesgos que
podemos experimentar es vivir en un estado de pasividad
permanente. Ese
en el que nos dejamos llevar, arrastrar por los estímulos y
circunstancias limitándonos solo existir, pero no a sentir. Ese
donde nos disolvemos en nuestras obligaciones hasta tal punto que la
propia vida, se convierte tarde o temprano en otra obligación. La
esperanza se diluye entonces de nuestro horizonte y damos paso a una
existencia aséptica y carente de propósitos.
Debemos
tenerlo claro: vivir significa implicarse. Significa
correr riesgos, ser valiente aunque el miedo muerda y tener no uno,
sino decenas de propósitos por los que levantarse cada día. Aunque
a veces, y ahí está nuestro error, elegimos el camino fácil: el
conformismo.
Nos
conformamos con lo que ya tenemos aunque no sea de nuestra talla y
no nos aporte felicidad. Lo
hacemos de este modo porque más vale pájaro en mano que ciento
volando. Aunque eso sí, cuando abrimos la mano, ni siquiera hay
pájaro, solo plumas, solo el triste atisbo de lo que parecía una
promesa pero que en realidad no era nada. Solo un ensueño,
una falsa
seguridad.
Esas
cosas que nos hacen sentir vivos no surgen en los caminos que otros
nos trazan.Tampoco
en las jaulas doradas de nuestras zonas cotidianas de confort. Para
experimentar la vitalidad y esa felicidad que da sentido a todo, hay
que tener pasión. Debemos dejar de pensar en condicional (si
yo tuviera, si esto fuera, si aquel hiciera…) para
actuar en el aquí y ahora, en el presente inmediato sintiéndonos
dueños de nuestros pasos, exploradores de nuestra realidad y
artífices de nuestros sueños.
Esas cosas que nos hacen
sentir vivos
Atrevernos
y fracasar. Volver a intentarlo una, diez y doce veces y entonces
sí… Alcanzar el éxito. Un paseo a media tarde donde permitir que
surjan ideas nuevas. Practicar un deporte. La satisfacción de un
trabajo bien hecho. Una
mano que nos coge en el instante más necesitado.
Un instante de soledad. La complicidad de los amigos. Un camino que
construir en pareja.
Nuestras aficiones y placeres. La risa de un niño. Cerrar una etapa
e iniciar otra con más ganas, más miedo pero con mayor fortaleza…
Esas
cosas que nos hacen sentir vivos son las que encienden nuestra
alma. Son
las que ponen cimientos a nuestro ser, ilusión a nuestros
proyectos, motivos a nuestra conducta y energía a nuestra capacidad
de crecimiento. Tenerlas presentes es algo fundamental, porque de no
ser así nuestro tejido psicológico y resistencias se desvanecen. Y
entonces ocurre lo más peligroso: llega el vacío y la certeza de
que la propia existencia carece de sentido.
Experimentar
ese vacío es lo opuesto a sentir la vida y por ello, debemos ser
capaces defendernos de él, de llenar cada rincón y recoveco de
nuestra mente de esas cosas que sí nos den sentido. Ya lo
dijo Viktor
Frankl en
su momento. El
padre de la logoterapia y superviviente de varios campos de
concentración, nos enseñó en sus libros que nuestra misión como
seres humanos es hallar un propósito.
Asumir una responsabilidad para con nosotros mismos y para el propio
ser humano para poder así sentirnos plenos, realizados y libres.
Las
cosas que nos hacen sentir vivos de verdad están hechas de un
material sin igual: el entusiasmo. Cada uno de nosotros tendremos
que hallar esos propósitos personales y ser lo bastante valientes
como para darles forma, como para hacer de ellos nuestra razón,
nuestra auténtica pasión cotidiana. Porque como dijo Helen Keller
una vez, si
uno tiene el impulso de volar,
no tiene por qué seguir gateando aunque otros lo hagan.
Valeria
Sabater
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