Y cuando digo
 comunicación, me refiero a comunicación de la buena, la que va de
 corazón a corazón, en la que las personas son más importantes que
 las cosas.
 Algo no
 estamos haciendo bien, algo se nos escapa cuando en plena era de la
 comunicación, es cuando más aislados estamos del mundo que nos
 rodea e incluso de nosotros mismos.
 La gran
 mayoría tiene internet, móvil, tablet. Pero no nos engañemos para
 muchas personas, para la mayoría, para los importantes, para los
 que no lo son, para gran parte de la propia familia, para los
 vecinos e incluso para los que llamamos amigos, somos invisibles.
 Es muy penoso
 pero los demás no nos ven, bien es cierto que en numerosas
 ocasiones, nosotros no nos dejamos ver o tampoco vemos.
 Es una
 especie de círculo infinito y cerrado en el que reclamamos afecto,
 contacto y compañía pero no hacemos nada por cuidarlo, reclamarlo,
 motivarlo o abonarlo.
 Hoy se nos
 marca un ritmo demasiado rápido, en donde pararse a charlar con el
 vecino/a, con los que coincidimos en el supermercado, para
 conocernos mejor, no es posible, siempre tenemos prisa para seguir
 haciendo más cosas.
 Por eso nos
 perdemos de conocer a personas que pueden ser y seguro serán
 fantásticas, que están a la vuelta de tu vida diaria, que oyes su
 voz, sientes sus pasos y vislumbras sus movimientos pero no conoces
 su vida, sus sentimientos, sus dolencias o sus bondades.
 Es algo
 parecido a lo que pasa con el amor. ¿Quién nos dice que el “amor
 de tu vida” no está a tu lado? Cerca, pegando, encontrándote a
 diario o saludándote frecuentemente. 
 No sabemos
 nada de los “otros” y nadie sabe nada de nosotros.
 En realidad,
 vivimos aislados. Plantas de edificios enteros donde la gente entra
 y sale del ascensor y mete la llave en su puerta rápidamente, pero
 que no conocemos en absoluto y que no hacemos nada porque así sea.
 No sabemos si
 nos necesitan o si nosotros podemos necesitarlos a ellos. Es todo
 como un imposible. Vivimos, pase lo que pase, dentro de nuestra
 burbuja. Cerramos la puerta y echamos la llave. Allí terminó todo
 para los demás y empezó todo para nosotros. 
 Tal vez con
 la frase “de puertas para adentro” justificamos, la
 soledad, la angustia, el dolor, la impotencia, los malos tratos o la
 felicidad y la plenitud. De cualquier forma, placeres y sufrimientos
 solitarios porque lo que sí se nos da muy bien es ponernos una
 sonrisa al salir de casa y saludar, brevemente, al vecino para irnos
 más deprisa.
 Estoy en un
 momento de mi vida, en el que me paro a observar y a observarme. No
 se pueden hacer ni idea de lo mucho que se aprende del silencio y de
 la mirada que ve más allá de las apariencias.
 Estoy
 convencido y la evidencia así lo demuestra, con el paso del tiempo,
 de que nos perdemos muchas cosas buenas de los otros y ellos las
 nuestras. 
 Estamos
 demasiado empeñados en que todo parezca perfecto, en que “no
 pase nada”, en que “todo esté bien”… en definitiva, en
 que nadie conozca lo que nuestro corazón sufre o las alegrías que
 nos impulsan a seguir. Disfrazándolo de una falsa protección de
 nuestra intimidad. 
 Probemos a
 fijarnos más, a tender más la mano, a mirar a los ojos mientras
 nos saludamos. Seguro que iremos un poco más allá del saludo
 rutinario y huidizo.
 Seguro que
 nos invadirá una sensación más plena cuando el “otro” nos
 devuelva lo mismo. Estamos demasiado solos en compañía y sin duda
 esa es la peor de las soledades.
 Anímense…
 aunque no se lo crean, intentarlo es gratis.

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