Una reflexión
en forma de pregunta, que a lo largo de nuestra existencia nos
hacemos es: ¿la vida se nos escapa a cada momento? ¿O somos
nosotros los que la dejamos escapar?
Dentro del
ser humano, en su interior siempre hay ruido mucho ruido interno
pero detrás de todas nuestras ocupaciones, y detrás de nuestro
infatigable quehacer diario, lo que se esconde es, el mayor miedo
que tiene el ser humano, que no es otro que nuestro miedo a
quedarnos a solas con nosotros mismos, con nuestra realidad
personal, y a enfrentarnos con nuestros sentimientos más íntimos,
pues en el fondo intuimos lo vacía que realmente está nuestra vida
y por ello rechazamos toda posibilidad de reflexión sobre nosotros
mismos, y sobre nuestros anhelos y deseos.
Por
eso tenemos la extraña sensación que unas veces es la vida la que
se nos escapa a cada momento y otras somos nosotros los que dejamos
que se nos escape.
Lo que nos
ocurre es que tenemos demasiadas ocupaciones, ¿Verdad?
Es curioso
este modo habitual de actuar en el que no valoramos ni apreciamos la
vida en todo su esplendor y grandeza, ni tampoco a nosotros mismos,
porque tal vez el sentido último de la vida sea aprender a convivir
con uno mismo, admirarnos dentro de nuestras propias limitaciones,
cuidarnos y llevar hasta el extremo el amor a los demás y también,
fundamentalmente, el amor por uno mismo.
Darnos cuenta
de las cosas (que es el paso previo necesario para poder resolverlas
después) requiere un tiempo de observación eso sí sin autoengaños
ni juicios y la posterior aceptación de lo que se descubra en esa
observación.
Pero
normalmente ocurre que no es de nuestro agrado mucho de lo que
observamos. Y no es porque no haya algo agradable que encontrar, que
siempre lo hay, sino porque siempre nos fijamos en primer lugar en
aquello que no nos gusta de nosotros.
Quizá por
eso nos cuesta tanto perdonarnos y en numerosas ocasiones nos
tratamos injustamente al seguir reprochándonos cosas del pasado.
Es importante
el diferenciar que no es lo mismo el miedo a la soledad que el miedo
a quedarse a solas con uno mismo.
Los momentos
de soledad son enriquecedores (e imprescindibles) es muy útil la
soledad cuando uno trata de conectar con su propia esencia, con la
auténtica naturaleza de nuestro ser, ya que el personaje que
estamos viviendo continuamente relega a un segundo plano lo que
somos realmente.
Las
comparaciones se presentan a menudo en nuestra mente, y eso es lo
que nos desconcierta.
Compararse
con los otros sólo es bueno si eso se convierte en una motivación
que impulsa a mejorar, pero quedarse sólo en la desazón o la
envidia por lo que el otro ha conseguido, se convierte en otra
pesada e incómoda carga con la que tenemos que seguir viviendo.
Por otra
parte, tenemos la errónea tendencia a idealizar la vida de los
otros que, sin duda, no es tan perfecta o idílica como aparenta o
como imaginamos.
Y sobre todo,
que cada quien es cada quien. Y la vida se vive con las
posibilidades personales, intelectuales, o sociales, que cada uno
tiene en cada momento.
Evitarse
continuamente a sí mismo, impedirse los momentos de estar a solas,
o no propiciarlos, es una equivocación.
No tiene
sentido tratar de estar evitándose continuamente.
Lo negativo y
lo cierto, que tienen este tipo de huidas es que vayas donde vayas
te encontrarás contigo mismo. Es así. Huir es inútil porque te
sigues a todos lados. No hay lugar en el que ocultarse de uno
mismo.
QUEDARSE A
SOLAS CON UNO MISMO ES UN EJERCICIO DE AMOR.
Es algo que
debiera ser inaplazable y que, increíblemente, aplazamos. Antes o
después, y es mejor antes, ha de suceder la reconciliación
incondicional con uno mismo; amarse a pesar de todos los pesares;
comprenderse, aceptarse y darnos un gran abrazo con la promesa de
que el resto de la vida será de otro modo más sereno y
comprensivo.
Bastante
tiene uno con ser como es, o como ha decidido ser, como para encima
tener que estar enfrentándose a sí mismo continuamente en un
conflicto irreconciliable, y que acabe convirtiéndose en una
relación tensa en la que la mala cara sea lo que más destaque,
cuando debiera ser un encuentro que cada vez nos proporcione una
mayor felicidad.
Es
imprescindible la reconciliación. Hacer cuanto sea necesario para
que estar a solas sea grato, sea un placer, sea algo que busquemos
con la mayor asiduidad posible para disfrutarlo, y que no sea el
momento que se aprovecha para auto-reprocharse, para echarse en cara
asuntos atrasados.
¿Hay algo
más absurdo que la hostilidad contra la única persona que ha
permanecido contigo en todo instante y te va a acompañar hasta el
final, o sea, tú?
Sería
bueno exigirse cada día un momento de calma, y cumplirlo; un
momento todo lo amplio que sea posible y en el que uno sea el único
protagonista; un momento para decir “Soy yo”, o “Estoy aquí”,
o “Soy el principal motivo de mi vida” Cualquier cosa que a uno
le sirva para reconectar con quien de verdad es.
La soledad y
estar a solas con uno mismo, deben ser un bálsamo para el alma
donde podamos sentirnos cada vez más próximos a nuestro Ser
Completo.
NI SIQUIERA
TÚ TIENES DERECHO A JUZGARTE
Lo que creo
que hacemos mal es juzgarnos desde nuestro hoy, al que hemos llegado
a base de trompicones la mayoría de las veces, y que nos permitamos
juzgar cualquier momento de nuestro pasado, que con la mejor
voluntad, o con la única opción que nos quedó libre o que fuimos
capaces de encontrar, hicimos lo que hicimos.
Ni siquiera
tú tienes derecho a juzgarte. O cuanto menos, no tienes derecho a
juzgarte con un aire de superioridad, presenciando desde la
experiencia de hoy la inexperiencia de antes.
Quien fuiste
antes –hace años o hace unos minutos- se merece comprensión y
consideración. Se merece respeto más que injusticia.
Ni siquiera
tú tienes derecho a juzgarte. Sólo tienes derecho a mirarte de un
modo tolerante, a ser generosamente comprensivo, a darte abrazos, a
agradecer a todos los “yoes” de tu pasado que han contribuido a
llegar hasta el que eres hoy… y a seguir adelante.
Siempre
adelante con la idea muy clara de que te vas a seguir equivocando.
Pero con el deseo y la voluntad de encontrar en ti a una persona
llena de amor que desea compartirlo con quienes le rodean.
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