LA TAREA PENDIENTE DE MARÍA
Olía a verano aunque faltaban unos días. Sentía dentro
esa emoción de cambio, de hacer cosas nuevas, de fulminar esa rutina tan
avasalladora que siempre la tenía apelmazada, constreñida, agotada. Se acabó el
café de un sorbo apurando como siempre mientras tocaba con el dedo índice el
azúcar glass que había quedado en el plato donde le habían servido esos
cruasanes diminutos que siempre pedía. Concretamente tres, siempre, ni uno más
ni uno menos. Aunque tuviera más apetito o menos, era un ritual. La vida de
María estaba repleta de rituales que se repetían. Fijó sus ojos en Clara y topó
con los suyos, siempre juguetones, reía tanto que apenas podía ver en su cara
dos rayas verdes y brillantes.
“Vamos a casa, princesa, se hace tarde y tengo que hacer
un par de cosas antes de llegar todavía”. Tomó entre sus manos su preciado
abrigo verde, le encantaba ese abrigo, por eso lo cuidaba y lo llevaba siempre
a la tintorería cuando acababa la temporada de invierno.
De camino a casa, mientras Clara se soltaba de su mano y
corría, María iba pensando en lo mucho que tenía por hacer y en lo agotada que
ya estaba. Pensaba en trabajo, en lo mucho que detestaba a Laura, su compañera,
y en las ganas que tenía de cambiar de empleo y finalmente triunfar. Siempre,
siempre pendiente de mejorar en condiciones y sueldo. Siempre siendo la eterna
promesa. Antes era la joven promesa, ahora a los treinta y cinco es la promesa
firme todavía, pero ya no tan joven. Y con una niña a la que quiere y debe
dedicarle tiempo.
“Bueno, piensa, no importa, ser madre fue una sabia
decisión, no lo cambio por nada”. Lo que la agota realmente no es hacer tantas
cosas, es tenerlo todo pendiente, todo en la cabeza, todo planificado. Esa
sensación de ser responsable de unas cuantas vidas y saber que si ella no lo
hace no lo hace nadie, como si el mundo dejara de girar si ella se parara.
Como
si no pudiera empezar a vivir hasta que hubiera terminado todo lo que
tiene pendiente, pero eso nunca llegará. Una carga que cada día se hace más y
más pesada.
A dos calles de casa, deja un abrigo en la tintorería, lo
tenía pendiente desde que dejó de hacer frío, y colgado en el armario de la
entrada parecía que le pedía una y otra vez una limpieza. Clara tira de ella y
se pone ante un escaparate lleno de peluches. Pega la nariz al cristal y sus
ojos brillan, María la mira con ternura y la apremia porque se hace tarde…
“Siempre es tarde, mamá -le dice Clara- nunca podemos pararnos a mirar nada”.
Tiene razón, piensa María, siempre va a toda prisa, calculándolo todo para no
llegar tarde a no se sabe qué, ni dónde, como si tuviera que hacer algo que no
pudiera esperar cinco minutos. Lo que pasa es que está cansada, se dice a sí
misma a modo de excusa, tiene ganas de llegar a casa y hacer todo lo pendiente
y sentarse un momento para sentir que no tiene que hacer nada, que nada la
llama y le exige, que nada ni nadie la requiere… Y eso parece no suceder nunca.
Llega a casa y al entrar contempla su cara en el espejo
de la entrada, este mediodía ha ido a la peluquería, pero nadie lo nota porque
siempre lleva el mismo peinado, tal vez un poco más corto y con el tinte más
intenso, recién puesto. No se gusta, nunca se ha gustado, pero al menos ahora
se tolera… Clara la mira desde abajo con su carita redonda y preciosa, ella se
queda callada y la mira, como si quisiera capturar con sus pupilas esa cara y
retenerla para siempre, como si quisiera conservar la niñez de Clara
eternamente y recordar esa tarde el resto de su vida… Todo pasa tan rápido.
Clara sonríe y María le acaricia las mejillas y le llena de besos la nariz. “Te
quiero, preciosa”, le dice mientras la niña se ríe y le dice que ella también.
La tarde acaba lenta, pero la vida cabalga. Un dibujo de
un sol que nace entre las montañas y una mamá con una niña que sujetan un
peluche que ella cuelga en una pizarra de corcho de la cocina. Una cena entre
tres hablando de que ya hace calor y hablando de cómo ha ido el día.
La noche llega mirando como Clara se duerme y con la
sensación de haberse dejado algo pendiente que mañana se sumará a la larga
lista de cosas pendientes en la vida de María que nunca se termina y siempre se
acumula.
Siete de la mañana. Suena el despertador. María se
levanta y prepara desayunos. No recuerda haberse dejado tantos platos por lavar
el día anterior. De hecho, no recuerda haber comprado un par de cosas que están
en la nevera. No encuentra a Félix, su gato, normalmente se abalanza sobre ella
cuando la oye dar los primeros pasos para pedir que le dé de comer.
Va a preguntar a Nacho que ya se ha levantado y se ha
metido en la ducha a toda prisa. Se acerca al baño y a través de la cortina le
pregunta dónde está el queso Havarti que tanto le gusta y cuándo ha comprado
ese queso bajo en grasa que sabe a plástico. Nacho se muestra sorprendido y
responde “mujer, el colesterol, ya lo sabes”. María se queda suspendida
mentalmente “¿Colesterol? ¿tienes colesterol ahora?”. Nacho abre la cortina de
la ducha y con cara de sorpresa le dice “yo no, lo tienes tú”. María se queda
paralizada, la cara de Nacho, no es la cara de Nacho, se le parece, pero es la
cara de un hombre mayor. Al menos tiene cincuenta años.
Justo en ese momento mira al frente y topa con su cara en
el espejo, que tampoco es su cara, es la de una mujer de casi cincuenta años.
Las lágrimas se le agolpan en los ojos… Nacho le pregunta qué le pasa. Justo en
ese momento, una joven de unos dieciocho años pasa por delante del baño y les
dice que tiene prisa, que necesita entrar, que hoy tiene examen y es
importante. Es una chica preciosa, con unos ojos verdes y grandes, ya no tiene
la cara tan redonda, pero sonríe igual que cuando era niña… Es Clara, su Clara,
que también se ha hecho mayor pero a ella los años la han convertido en una
mujer preciosa.
A María le cae al suelo la taza que lleva en las manos…
Sólo ve a la mujer del espejo. El mismo peinado, el mismo gesto, los mismos
miedos y la misma lista de tareas pendientes por terminar para empezar a vivir…
No comprende nada, justo ayer acostó a su niña de cuatro
años y le contó cuentos y le cantó nanas para que durmiera… Ve todavía su
carita dulce y nota su tacto suave al darle el beso de buenas noches, puede
percibir su olor y su calor en la mejilla… Puede escuchar su risa y sus
balbuceos. Nota todavía el cansancio que siempre arrastra en las piernas tras
el largo día, y esa sensación de estar de guardia para todo, de no terminar
nunca. Se acostó pensando en todo lo que debía hacer y no podía abarcar…
Pensó en Laura, la odiosa Laura, que le hacía la vida imposible, y que al llegar
ahora al trabajo recuerda que desde hace diez años trabaja para la competencia…
Mientras ella, la joven promesa, promesa firme y ya empezando a ser talento
senior (eso le dicen) sigue allí.
A media mañana sale del trabajo y va a esa cafetería
donde siempre pide tres diminutos cruasanes. Busca al camarero para preguntarle
si la recuerda de ayer. Alberto ya no está, pero en su lugar hay otro
joven parecido a Alberto, igualmente simpático y amable, que le dice que la
recuerda de siempre. Que siempre se sienta en la misma mesa y merienda lo
mismo, desde que él empezó a trabajar aquí. Que el día que llegó estaba ese
chico por el que pregunta, Alberto, que trabaja en un bufete porque era
abogado.
María mira las mesas, los clientes, alguno la saluda y
otros viven sus vidas ignorando lo cortas que son, los posibles saltos de
tiempo que pueden experimentar en ellas, el vacío que ella nota ahora en el
estómago… Toca con su dedo índice el plato donde queda un poco de azúcar glass
y piensa que tal vez ya no debería tomar cruasanes porque todo apunta a que en
este “nuevo ahora” tiene colesterol. Sale a la calle y busca la tienda de
peluches, que ya no está, ahora es una panadería donde venden todo tipo de pan.
De semillas, de queso, de chocolate, de nueces, de no sabe de cuántos cereales
y de cúrcuma, que es lo más de lo más. Se siente triste porque quiere volver
atrás, volver a ese ayer que resulta que está muy lejano. Quiere cambiar de
idea y dejarlo todo y vivir de nuevo esa tarde.
Mientras busca en su chaqueta el recibo del abrigo para
pasar por la tintorería y comprobar si el dueño se acuerda de que justo ayer
pasó y era todavía la madre de Clara y tenía treinta y cinco años. Otra vez
topa con su cara en uno de los espejos que tiene el local que ayer no estaba
ahí y que según parece le sirven al dueño para ver si alguien toca las prendas
que tiene colgadas. Se contempla asustada y se toca la cara. Sigue siendo
una mujer de casi cincuenta años, la pesadilla no ha terminado todavía, piensa.
Sí, la recuerda, siempre trae su ropa, desde hace años le
dice el dueño. Aunque ayer no trajo un abrigo sino una falda, el abrigo verde
del que le habla hace años que no lo trae.
Es imposible, piensa María, es imposible que me haya
tragado un pedazo de vida tan grande sin darme cuenta… Es imposible que mi vida
haya sido tan idéntica cada día de los últimos catorce o quince años que no me
haya percatado de que pasaban las horas, las semanas, los meses… Es imposible
que todavía lo tenga todo pendiente en mi larga lista y no haya podido empezar
a vivir y notar lo que vivo… Es imposible que en todo este tiempo, ni en un
sólo momento, haya podido parar para darme cuenta de que en realidad no vivía.
No regresa al trabajo. Llama a la sustituta de Laura para
decirle que no se encuentra bien. Laura 2 (ahora no recuerda su nombre) le dice
que no se preocupe, que se cuide, parece que es más agradable que Laura 1.
Se sienta en la mesa de la cocina y recuerda que Félix
les dejó hace dos inviernos, estaba ya muy anciano, a pesar de que para ella
justo ayer era un gatito juguetón que se acurrucaba a sus pies en la cama.
¡Cuánto echa de menos a Félix, por favor! Se fue mientras ella se tragaba la
vida… Llora de pena, gime de asco, siente como la rabia le quema las venas y le
acelera el corazón… Nota angustia, dolor, una presión inmensa en el pecho, una
sensación bárbara de injusticia insoportable… Tiene miedo a cerrar los ojos
esta noche y despertar mañana diez años más tarde, veinte, quizás despertar ya
en el último día de su vida.
Volver a perderse otros diez años de Clara, o quince, o
veinte, o treinta… Perderse su vida entera con todos los besos, los abrazos,
los sueños, las horas perdidas paseando y charlando, el sol del verano que ya
llega, las primaveras, los otoños… Ver cómo crecen sus plantas, cómo cambian
las calles, cómo le crece el pelo sin cortarlo, cómo sabe el turrón en Navidad,
cómo hace frío en invierno, cómo saben las lágrimas que ahora caen por sus
mejillas… Como pasa la vida. No hacer nada y parar para darse cuenta de que
está viva. Se le ha escapado todo de las manos…
Lo mira todo, lo contempla todo, lo busca todo para que
nada se le escape ya… Hasta topar con un dibujo medio oculto en la pizarra de
corcho de la cocina. Está medio borrado, es de Clara, de hace años… Un sol que
nace entre las montañas y una madre y una hija que pasean de la mano y llevan
un peluche en forma de osito feliz.
Si pudiera volver a esa tienda de peluches con esa Clara
de cuatro años y pasar un rato de esa tarde casi de verano viendo su carita
feliz, jugando, saltando, escogiendo un peluche…. Si pudiera dedicar cinco
minutos más a ese café, a ese paseo, cambiar de peinado, preguntarle a Laura 1
por qué la trataba como la trataba y qué le pasaba, tomarse un tiempo para
decidir qué desea hacer realmente con su vida… Si pudiera volver a esa
noche y romper la lista de tareas pendientes y sencillamente respirar. Ahora se
da cuenta de que en realidad, lo único que tiene pendiente es vivir… No puede
permitirse perder otro verano.
Mercè
Roura
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