Cuando nos paramos a meditar en profundidad,
tomamos conciencia de que nada está ni escrito, ni decidido. No hay categorías,
ni clases. Hay seres humanos ejerciendo su libre albedrio. Eso sí… hay
seres humanos que buscan más y hay seres humanos que se conforman con lo que
tienen.
¿Cuál es la diferencia entre ellos? a veces, muy
poca, cinco minutos de paciencia… Tal vez un impulso, un minuto de pensamientos
o una tarde de charla con un amigo y un café para sacar las lágrimas acumuladas
y los pensamientos que queman… Otras veces, lo que nos impide cambiar es una
infancia sin guía, una soledad espesa aún pegada al equipaje pendiente de
soltar, una sensación de nunca llegar a pesar de pasarse la vida corriendo.
No estamos determinados, ni debemos estar
sometidos. Nuestro tiempo es este… La decisión es nuestra. En numerosas
ocasiones, nos esforzamos en negar, en no admitir y no querer ver, que con la
misma energía y determinación que negamos, podríamos solucionar el problema en
lugar de eludirlo.
No podemos negar la evidencia, nos inventamos excusas continuamente.
Tal vez, por las ganas de sacarnos de dentro la
insoportable sensación de frustración y la necesidad de gritar que nos genera
la rabia. A veces, somos fríos y racionales. Otras veces, nos dejamos llevar
por el calor interno que nos devora las entrañas, en lugar de dedicarnos un
tiempo a nosotros mismos y a los demás para saber a dónde nos lleva ese piloto
automático que todos tenemos dentro y que nunca falla.
Debemos escuchar y darle el valor enorme que
tiene a nuestra intuición, pero equivocadamente vamos tan deprisa que no
tenemos un momento para sentirnos y saber realmente qué queremos. Porque lo que
realmente cuenta es lo que queremos, lo que nos hace sentir que encajamos en
nuestra vida y le da sentido.
Levantarse por la mañana y tener la sensación de
estar viviendo la vida de otro es desolador. Y a menudo, lo hacemos porque no
nos escuchamos y no damos preferencia a lo que deseamos. Hasta que un día, al
abrir los ojos, estamos huecos y acumulamos un cansancio que nos paraliza.
No hay fronteras solo si nosotros las ponemos,
aunque estamos empeñados en ello porque nos gusta racionalizarlo todo, incluso
los sentimientos. Así los escondemos, muchas veces, los tapamos y nos los
echamos a la espalda para arrastrarlos. No nos atrevemos ni siquiera a
nombrarlos.
Sin embargo, son tantas cosas que se escapan a la
razón, cosas que pertenecen al mundo de las emociones. Cosas que no se explican
con un sí o un no, que no se encasillan, ni definen, que no se ponen en el
curriculum habitualmente, pero marcan la diferencia.
Esas cosas son las que se nos escapan si no
volvemos la mirada a nuestro interior, a sentir y pensar con esa parte del
cerebro que no sólo ejecuta sino que percibe… Cosas que nos ayudan a
levantarnos después de caer y que hacen que la persona que surge de este
ejercicio sea mejor.
Sentir emociones no nos hace irracionales, nos capacita y ayuda a tomar las
decisiones adecuadas en cada momento y en cada caso.
No siempre el mejor camino es el recto, a veces
hay que dar rodeos para no pisar conciencias, sobre todo, la propia. No
llegamos a la vida con un guion escrito, nuestro personaje puede y sucede a lo
largo de nuestra vida cambiar varias veces.
No hay muros si no los construimos, pero somos
grandes expertos levantándolos de la noche a la mañana… Somos auto saboteadores
de nuestros propios principios.
Con dos palabras cerramos puertas, esas que nos
costó siglos entreabrir para dejar pasar aire nuevo y vaciar el aire viciado
para empezar a trabajar en eso tan complicado que es comunicarse.
Y lo más complicado, a veces, es comunicarse con
uno mismo. Decirse a uno mismo algunas verdades pendientes y afrontarlas. Y
puesto que, a veces, somos tan racionales que pensamos que todo se encasilla,
se etiqueta, se plastifica, se define y se recorta si hace falta, creemos que
podemos sellar alianzas en cinco minutos… Que las confianzas se recobran a base
de pegamento y las complicidades se gestan con mensajes de WhatsApp.
Nos falta cultura del café de media tarde, la del
juego de miradas, de la charla, de perder un rato que en realidad no se pierde,
cultivando las emociones, observando, sintiendo lo que somos y buscando la
comprensión de los demás en sus gestos y palabras.
Nos falta recuperar la cultura de la espera y del
hambre por conocer, del notar sin asustarse y no ocultarse al sentir… La
cultura del sosiego. La de encontrarse con uno mismo y sentirse a gusto.
Nos falta darnos cuenta que somos mundos además
de personas. Nos falta descubrir que cada uno de esos mundos tiene su lenguaje
y no todos pueden comprenderse en un test o calificarse con una nota. No somos
números, ni códigos de barras. Somos como escaleras de caracol con pequeñas
aventuras a cada peldaño… Con peldaños de subida y de bajada. Con recodos
oscuros y escalones más altos y más bajos, con descansos y sin reposo para
tomar aliento.
No mostramos nuestros desvelos al microscopio ni
nuestra maravillosa complejidad a primera vista. Somos los sentidos que
despertamos en los demás.
Deberíamos fiarnos más del olfato que de la
vista, del tacto que de la ropa que nos cubre… Saltar las murallas y dedicar
cinco minutos a perdernos en mundos ajenos y regresar cambiados, más vivos, más
sabios, más revueltos… No hay dioses menores, si es que existen dioses. No hay
destinos erróneos ni deseos equivocados. Entre unos y otros dista a veces un
esfuerzo, un enfoque distinto, un impulso valiente de mostrar lo que somos y
descubrir nuestro talento. No hay seres grandes ni pequeños. La talla depende
del ánimo, a veces.
Podemos conseguir lo que queremos si nos
convertimos en el ser humano que deseamos ser. Aunque a veces, para hacerlo,
haya que hacer renuncias importantes y esfuerzos titánicos. La forma de
afrontarlo y la necesidad de hacerlo es una de las claves. Deberíamos recuperar
la cultura de conversar, la cultura del ensueño y de la escucha. Empecemos por
nosotros mismos y perdamos un poco de tiempo viajando a nuestro mundo interior.
Dejando las razones para cuando las emociones estén aireadas y no nos sean
desconocidas.
Ser nuestros compañeros de viaje más fieles y
fiables. Convertirnos en esa persona que queremos ser y descubrir que si ahora
no lo somos es porque nos separa un momento, un esfuerzo, un gesto.
Nada está escrito, ni decidido. Lo estamos
construyendo ahora y podemos incluso cambiar de rumbo y de destino si el lugar
a donde vamos ya no nos entusiasma. Si no nos lleva a nosotros mismos.
“Algunos piensan en la persona con la que les
gustaría encontrarse. Otros deciden convertirse en ella” Rafael Vidac
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