Hay
historias, relaciones y vínculos que ya no dan más de sí. Son
como una cuerda que se ha tensado demasiado, como una cometa que
quiere escaparse y no podemos sujetar, como un tren que debe partir a
su hora y no podemos detener. Dejarlos ir no es ni mucho menos un
acto de cobardía o
de rendición, porque saber cuándo algo es suficiente es todo un
acto de valentía.
Si
hay algo para lo que no estamos preparados es para alejarnos de las
personas significativas o para dejar de invertir tiempo y energías
en un proyecto, en una ocupación o dinámica que hasta no hace
mucho, era importante para nosotros. Decimos
que “no estamos preparados” porque nuestro cerebro es muy
resistente al cambio,
porque para este órgano maravilloso y sofisticado toda ruptura con
la rutina o el hábito supone un salto al vacío que genera miedos.
¡Es suficiente!-gritó el corazón- Y por una vez, él y el cerebro se pusieron de acuerdo en algo
Esta
inclinación suya por mantenernos siempre en los mismos espacios, en
las mismas ocupaciones y en compañía de las mismas personas, hace
que nos sea tan complicado traspasar los límites de nuestra zona
de confort. Este
apego casi obsesivo a lo conocido provoca en nosotros que nos
digamos cosas como “mejor aguanto un poco más” o
“voy a esperar un poco más a ver si las cosas cambian”.
Sin
embargo, si
hay algo en lo que ya estamos doctorados es en saber que hay
determinados cambios que no llegan nunca,
y que a veces aguantar un poco más supone esperar demasiado. Nos
han educado en la clásica e injustificable idea de que “lo
que no te mata, te hace más fuerte” y
en que quien abandona algo o a alguien lo hace porque se rinde y su
fuerza de voluntad se doblega.
Ahora
bien, más
allá del “problema”, lo que hay es una infelicidad
rotunda y aplastante.
Tan física que, sencillamente, nos quita el aire y la vida. Dejar a
un lado estas situaciones, al menos por un tiempo, es sin duda todo
un acto de valentía y de salud.
Cuando
tropezamos, nos caemos y nos herimos, no dudamos en curarnos de
inmediato y
en comprender que es mejor evitar esa parte de la acera porque es
peligrosa. ¿Por
qué no hacemos lo mismo con nuestras relaciones y con cada uno de
esos ámbitos donde también experimentamos dolor o sufrimiento?
Esta pregunta sencilla tiene una respuesta que encierra matices tan
complejos como delicados.
En
primer lugar, y por mucho que nos digan, en la vida no hay aceras con
agujeros ni caminos llenos de piedras. Sabemos que este tipo de
metáforas son muy manidas, pero el problema está en que los
peligros, en la vida real, nunca se pueden identificar con tanta
precisión. Las
personas no llevamos un cartel en el que advirtamos de cómo somos,
cómo amamos o qué intenciones tenemos.
En
segundo lugar, cabe recordar que somos criaturas con múltiples
necesidades: de apego,
de afiliación, de comunidad, de ocio, de sexualidad, amistad,
trabajo… Finalmente está el cambio: las personas somos dinámicas
por naturaleza, mutantes.
Estas
variables hacen que nos veamos obligados a hacer auténticos “saltos
al vacío” para probar, para experimentar e incluso para
sobrevivir. Así, en ocasiones hasta ofrecemos segundas y terceras
oportunidades a las personas menos adecuadas porque
nuestro cerebro es pro-social, y siempre dará más valor a la
conexión que a la distancia, a lo conocido que a lo desconocido.
Todo
ello nos ayuda a comprender por qué nos cuesta tanto dilucidar
cuándo algo ha sobrepasado el límite, cuándo los costes superan
por mucho a los beneficios y cuándo la propia mente actúa como
nuestro auténtico enemigo al susurrarnos una y otra vez aquello de
“no te rindas, no te dejes vencer”. Sin embargo, es necesario
integrar en nuestro cerebro algo
básico y esencial: quien
deja a un lado algo que es nocivo y que nos ofrece infelicidad no se
rinde, SOBREVIVE.
Hallar
nuestro “punto dulce” es algo así como encontrar nuestro propio
equilibrio, nuestra homeostasis psicológica y emocional. Se
trataría de saber en todo momento qué es lo más óptimo y adecuado
para nosotros mismos. Cabe decir, eso sí, que esta habilidad no está
relacionada con la intuición, sino con un auto-aprendizaje objetivo
y meticulosamente adquirido a través de la experiencia, la
observación y a través de esa inferencia de la propia vida donde
uno debe aprender de sus errores y de sus aciertos.
“Nada
es suficiente para quien lo suficiente es poco”
Epicurio-
El
“punto dulce” es además ese estado donde cada cosa que
obtenemos, que hacemos y en lo que invertimos tiempo y energía, nos
beneficia y nos satisface. Sin embargo, en
el momento en que asoma la sombra del estrés,
de la ofuscación, el miedo, las lágrimas o el agotamiento extremo,
habremos dado paso al “punto amargo”: una
zona poco saludable de la que debemos salir cuanto antes.
Cabe
decir que esta sencilla estrategia puede aplicarse en cualquier
ámbito de nuestra existencia. Hallar
ese punto dulce es un acto de sabiduría y una herramienta personal
con la que recordar que todo en esta vida tiene un límite,
saber que cuándo algo es suficiente no equivale a rendirse sino a
entender dónde están nuestros límites. Hablamos de ese ecuador que
separa la felicidad de
la infelicidad, la amargura de las oportunidades.
Empecemos
a integrar ese punto dulce en nuestra cotidianidad para ganar en
calidad de vida.
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