La
persona feliz dista de ser aquella que no tiene problemas. Sin
embargo, sí puede ser aquella que ha dejado de ver amenazas para
identificar desafíos, aquella que ha dejado de hundirse con los
errores para montar sobre ellos su aprendizaje.
La
ausencia de problemas no es un seguro de felicidad, más bien es la
disposición a hacer cambios, tolerando la incertidumbre que
puede generar el miedo derivado. Ahora bien, asumir esto puede no ser
fácil. Como decía Albert Camus, las personas nos obsesionamos en
buscar la felicidad como quien intenta hallar el Santo Grial. Sin
embargo, el bienestar no es una cumbre ni una meta, es un ejercicio
diario que requiere de nuevos enfoques y estrategias adaptadas.
Desde
que el psicólogo Martin
Seligman, de la Universidad de Pensilvania,
resaltara la necesidad de ir más allá de lo patológico -para
potenciar los estados de ánimo óptimos y favorecer así la dinámica
vital- han pasado ya varias décadas. Fue
en 1990 cuando se asentó la psicología positiva y, desde entonces,
aquella explosión de teorías y consejos bienintencionados no ha
dejado de crecer.
Cada
año se publican miles de libros sobre felicidad. Las universidades
ofrecen cientos de cursos sobre esta temática y, a día de hoy,
figuras como Tal Ben-Shahar siguen alzándose como auténticos gurús
en este campo. Asimismo, también
se han sumado nuevas áreas como la neurociencia,
ahí donde múltiples expertos nos indican qué ocurre en nuestro
cerebro cuando somos felices y qué deberíamos hacer para potenciar
este estado.
Todas
estas corrientes, enfoques y perspectivas son tan interesantes como
inspiradoras. Sin embargo, hay un matiz que destacan diferentes
voces: hemos convertido el concepto de felicidad en producto de
marketing. Aún más, estamos
«educando» a la población en cómo ser felices pero a su vez, la
convertimos también en una intolerante hacia el malestar,
la tristeza, la ansiedad o la incertidumbre.
Nuestra
realidad inmediata no es precisamente fácil. A
veces, por mucho que nos esforcemos en ser felices, el contexto no
acompaña.
Por tanto, igual deberíamos reenfocar el concepto de
felicidad. Veamos
cómo.
La
felicidad no es ausencia de problemas. Si fuera así, se debería a
un hecho tan excepcional como inusual. Nuestros entornos no son
asépticos, hay cambios, hay imprevistos,nos
relacionamos casi cada día y surgen roces, discrepancias y
malentendidos.
No importa nuestro estatus, la edad o el lugar en el que vivamos, los
problemas siempre surgen y nadie es inmune a lo que sucede tanto a su
alrededor como en su universo interno.
En
este contexto, cabe señalar que desde hace unos años han emergido
nuevas voces en el mundo académico con una finalidad muy clara:
ofrecernos otra visión sobre la felicidad. Psicólogos, como Jerome
Wakefield (Nueva York) y Allan Horwitz (Rutgers) han escrito libros
tan interesantes como La
pérdida de la tristeza: cómo la psiquiatría transformó el dolor
normal en trastorno depresivo. En
este trabajo, se nos indica que estamos
desterrando realidades como la tristeza y
la frustración de nuestro repertorio emocional como
si el espacio vital que anhelamos se encontrara al margen de ellas.
Al
no reconocerlas e incluirlas en nuestro discurso, dando mayor
relevancia a las emociones positivas, estamos analfabetizando a las
personas en materia emocional. A día de hoy, no todos saben qué
hacer con su estrés y ansiedad. No
todos saben a qué se debe ese nudo en el estómago, ese miedo que
paraliza y que nos impide a veces salir de casa. Manejar
la adversidad y esos estados emocionales complejos también media en
nuestra oportunidad de ser felices.
En
este punto, me gustaría rescatar una definición de felicidad tan
adecuada como inspiradora. En ella convergen tanto neurocientíficos,
como psicólogos, psiquiatras, economistas y hasta monjes
budistas. Se
trata de dar a la vida un significado, de
tener propósitos y asumir un comportamiento activo. Es
tener disposición para crecer y aceptar adversidades y desafíos
cotidianos. Esa sería, en esencia, la auténtica clave.
Eduard
Punset ya dijo en su día que felicidad
es ausencia de miedo.
Esta idea, mal interpretada, es un tanto perversa: el ser humano no
puede dejar de tener miedo, esta emoción es inherente a lo que somos
y, como tal, cumple una función. Varias, en realidad.
Este
sería un ejemplo: «Puede
que me dé miedo cambiar de ciudad e iniciar una nueva vida, pero sé
que debo hacerlo. Dar este paso me permitirá progresar; por tanto,
decido atreverme y lo haré a pesar de mis miedos». Soy
consciente de que pueden surgir problemas, pero me siento capaz de
afrontarlos.
Felicidad
no es ausencia de problemas. En realidad, esta empieza a adquirir un
espacio cuando nos situamos por encima de los desafíos.
Sonja
Lyubomirsky, profesora de psicología en la Universidad de
California,
es una de las grandes expertas en desterrar los mitos sobre la
psicología positiva y la felicidad. Así, algo que nos señala con
frecuencia es que el bienestar no está en alcanzar logros, en
conquistar metas y, aún menos, en poseer cosas.
El
ser humano alcanza un sentido de equilibrio y realización cuando se
siente bien consigo mismo.
Cuando nos percibimos capacitados para lo que pueda venir, cuando
nuestra autoestima es fuerte y manejamos los miedos, el estrés, las
preocupaciones, etc., todo fluye y va mejor.
Así,
entender que la vida no es fácil, que siempre dejará muescas y
marcas en más de una batalla librada, es una realidad inmutable que
tenemos que asumir. Es
una condición de la partida que no podemos modificar.
Nadie
es inmune a los problemas y a los giros de sentido en el último
momento. Por tanto, aceptemos ya estos devenires y trabajemos
en nuestro crecimiento personal, así como en esas fortalezas
psicológicas que
nos permitirán invertir en nuestro propio bienestar.
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