No
tengo ni idea de nada o de casi nada. A medida que pasan los días,
los meses, los años, todo lo que creía saber parece más borroso.
Es como si la línea que separa los opuestos se difuminara tanto que
me siento incapaz de decir qué está bien y qué está mal. Sé lo
que me gusta y lo que no, lo que me duele y lo que me hace feliz, sé
lo que no quiero y lo que sí, pero al mismo tiempo, me siento
incapaz de juzgar porque comprendo cada día más mis errores y los
ajenos.
Con
el tiempo me he dado cuenta que muchas veces no hay un camino
correcto y que las personas que a veces nos parecen más horribles
son las que más heridas arrastran… Corrijo, tampoco es real, las
que menos han podido superar esas heridas y más dolor almacenan. He
conocido personas que han sufrido en sus vidas enormes tragedias y
que son capaces de mirarte todavía con ese brillo en los ojos e ir
por la vida respetando.
Y he encontrado otras que han sido incapaces
de superar algunas situaciones que no parecen de la misma
envergadura… Corrijo de nuevo, no me lo parecen a mí, pero no sé
con qué herramientas a nivel emocional cuenta esa persona para poder
superar esas situaciones ni puedo valorarlo porque ni tengo
suficiente información ni estoy en su piel. Juzgamos tanto todo el
rato que se hace difícil separar la realidad de la interpretación.
Aunque
no sé nada. No me atrevo a afirmar si esto es bueno y aquello no
porque hace mucho tiempo que intento arrancarme las etiquetas que me
pusieron y no quiero pegárselas a otros ni siquiera a las
situaciones de la vida… Juzgar nos recorta las posibilidades. Es
verdad, es un gran mecanismo de alerta que en muchas ocasiones puede
salvarnos la vida, pero en el día a día, cuando algo sucede,
ponerle enseguida una etiqueta, nos obliga a ver todo lo que acontece
a partir de ese momento de una forma u otra. La percepción que
tenemos de las cosas las determina en cierta forma.
Vivimos
en una realidad en la que el iracundo siempre será iracundo y el
amable siempre será amable porque en nuestra mente no queda otra
opción. Con ello, no eximo a nadie de su responsabilidad, por
supuesto, las personas viven las consecuencias de sus actos y
decisiones, pero la forma en que nosotros vivimos lo que otros hacen
también determina nuestra experiencia. No podemos hacer nada para
cambiar su comportamiento pero sí que podemos elegir estar a sus
expensas o no y vivirlo de una forma u otra.
Cuando
etiquetamos a otros con nuestros juicios también nos etiquetamos a
nosotros respecto a ellos. La previsión que hacemos de nuestra
realidad acaba determinándola. Y no me refiero a lo que va a suceder
en ella, sino a cómo vamos a percibir lo que sucede.
Interpretamos nuestra vida en función de las creencias que tenemos
almacenadas de forma inconsciente. Cuando estamos ante cualquier
situación, sea la que sea, la juzgamos según esa programación que
llevamos instalada y la etiquetamos y determinamos en base a ella.
Todo eso genera en nosotros emociones varias que, si no sabemos
reconocer y comprender, acaban generando el mismo comportamiento de
siempre. Por ello es importante, aprender a reconocer qué sentimos y
a descubrir qué creencias subyacen detrás de nuestros juicios e
interpretaciones de la realidad.
Si
somos capaces de gestionar y comprender qué nos mueve a reaccionar
como reaccionamos, podremos empezar a usar esas emociones para
aprender de nosotros y a observarlas en lugar de dejarnos llevar por
ellas y precipitarnos o perdernos muchas cosas que suponen nuevas
oportunidades. Eso nos lleva a dejar de reaccionar sin comprender y a
tomar decisiones que suponen cambios importantes. Decidir con el
corazón no es dejarse llevar por la vorágine de locura en un
momento álgido, es escucharla, comprenderla, gestionarla y usarla
para saber si te hace bien o no, qué dice de ti. Así podrás
escoger tu camino desde la paz de haber descubierto las malas pasadas
y trampantojos que te hace la mente que tienes programada para no
salirte del mapa que te lleva a repetir situaciones y
comportamientos. Un mapa que, poco a poco, puede dibujarse de nuevo
con las pistas que nos da lo que sentimos y cómo reaccionamos.
Juzgar
menos o ser conscientes de estar juzgando y por tanto interpretando
la realidad nos permite una mirada más abierta y comprensiva. Borra
un poco esa idea de que por un lado está lo bueno y por otro lo
malo, sin que por ello tengamos que justificar nada que nos parezca
atroz. Al mismo tiempo, nos abre la puerta a desmitificar errores y
dejar de perseguir situaciones y forzarlas. Descubrimos que lo que
parece negativo a veces es una gran oportunidad y que en todo caso si
no sale como esperamos que salga o de una forma que nos convenza,
sabremos encontrarle alguna lección valiosa. Llega un momento en el
que no sabes si lo que pasa es para bien pero le encuentras un
sentido. Ya, ya lo sé, hay cosas realmente terribles, pero muy a
menudo está fuera de nuestro alcance evitarlas.
A
mi vida han llegado situaciones que pensaba que eran una condena y
luego han resultado una bendición. Por supuesto, para ver el regalo
que subyacía en ellas, he tenido que moverme, sobre todo por dentro,
y cambiar mi percepción. Muchas veces no ha sido fácil, no he
amansado todavía a mi fiera interior como para usar su fuerza sin
hacerme daño, lo admito. Muchas personas al oír esto se ríen, no
lo juzgo, comprendo que etiquetar la situación como negativa y
lamentarse es fácil y yo lo he hecho en miles de ocasiones, pero es
que eso no cambia absolutamente nada… Ni que sea por una cuestión
de no vivir desde el estrés esa situación merece la pena trabajar
en cambiar nuestra percepción de ella.
No
es fácil dejar de juzgar. De hecho, creo que siempre vamos a hacerlo
y es mejor no obsesionarse con ello. Yo diría que lo único
imprescindible es no culparse y dejar pasar los juicios sin que nos
arañen o agobien. Si aprendemos a observar pensamientos, sin darles
demasiada importancia, veremos que no nos afectan. Lo que realmente
importa es estar abierto a que lo que siempre ha sido verde pueda
ahora ser rojo, lo malo bueno, lo frío caliente… Y no hablo de ir
por la vida como un iluso, hablo de recuperar los ojos de ese niño o
niña que fuimos que cuando llegaba a la tienda de juguetes y estaba
cerrada, se enfadaba dos minutos y enseguida se alegraba porque
estaba justo al lado de un parque con columpios chulísimos… Y al
cabo de diez minutos la tienda era historia y sabía que si hoy
estaba cerrada otro día estaría abierta.
Y
no es conformismo. Me hace mucha gracia (sí, lo juzgo, es verdad)
cuando hablas de aceptar la situación y alguien te dice que eres
conformista. Como si con su rabia y su enfado él fuera capaz de ir a
despertar al dueño de la tienda para que la abra. ¿No es
mejor buscar una alternativa en otra tienda o aprovechar el momento y
disfrutar del parque?
Nos
pasamos la vida reprochándonos las oportunidades perdidas y nos
angustiamos esperando trenes que no pasan y perdiendo otros que no
vimos pasar… Si conseguimos soltar esa culpa y comprender qué hay
detrás de nuestra forma de actuar, podemos gestionar mejor la
situación y verla con más claridad. La culpa no es buena consejera
y nos lleva a perder el próximo tren mientras nos lamentamos por no
haber visto pasar el anterior.
Lo
que sentimos determina lo que hacemos y es maravilloso poder usarlo
para descifrar qué nos dice esa programación que llevamos dentro y
que nos obliga hasta ahora a interpretar la vida de cierta forma.
Cambiar o flexibilizar nuestras creencias y redibujar el mapa que
trazamos hace años en nosotros no va a cambiar el mundo ni tampoco
cómo se comportan los demás, pero puede cambiar nuestra percepción
y por tanto nuestras emociones y nuestro comportamiento y al final
nuestra vida… Nos puede ayudar a darnos cuenta de lo que nos
determinamos y etiquetamos sin darnos cuenta y tomar decisiones.
Abrir la mente y meter en ella ideas nuevas, generar nuevas
conexiones neuronales y transformar el ritmo de tu vida.
Una
vez empiezas a trabajar en ello, todo gira, todo cambia. Te das
cuenta que no sabes nada. Juzgas menos y cuando juzgas, sueltas esa
premisa enseguida. Y sabes que no sabes nada. Aceptas y te adentras
en situaciones que antes eran impensables en tu vida que te llevan
a lugares que antes jamás hubieras pisado donde pasan cosas que
nunca te sucedían. Y no hablo de acabar en un callejón oscuro a las
tres de la madrugada sino de decir sí a algo que jamás
hubieras intentado antes y descubrir que es genial o que por el
contrario no te gusta nada… O encontrarte tomando un café con ese
compañero al que nunca has prestado atención y que te cuenta una
historia increíble que te das cuenta que necesitabas escuchar.
Cada
día que pasa tengo menos certeza en lo que sé y más en mí misma y
en lo que deseo y siento. Dejar de juzgar y de etiquetar te muestra
un camino que cada vez más se basa en lo que llevas dentro y menos
en lo que pasa ahí afuera. Cada día esperas menos del mundo y te
sorprendes más de ti mismo. Te descubres a ti mismo y te apasionas
con lo que haces porque no solo haces más de lo que amas sino que
logras amar las pequeñas cosas que antes te molestaban. Aprendes a
darle la vuelta a las situaciones para que vayan a tu favor y
agradeces los pequeños contratiempos que te permiten recalcular tu
ruta y encontrar momentos para ti…
Y
te encuentras en el andén, esperando un tren que llega con mucho
retraso, y ves que el mundo que te rodea se angustia y tú miras el
cielo y lo ves hermoso y contestas mensajes pendientes y lees un
libro o sencillamente respiras hondo y te notas vivir…
No,
no vas a conseguir que los trenes sean puntuales gestionando tus
emociones, pero vas conseguir que no te moleste tanto, que no
te rompa el día entero y seas capaz de darle la vuelta y aprovechar
la situación. Y cuando pierdas un tren, éste en sentido metafórico,
lo verás como una forma de aprender y no como un error insuperable.
Hay muchas oportunidades que llegan a tu vida y son trenes que llevan
a lugares que jamás habías pensado visitar y está en tu mano
aprender a mirarlas de otra forma para poder aprovecharlas. No
siempre podemos estar esperando en el andén y sobre todo hacerlo
mirando en la misma dirección.
A
veces incluso hay que ver y dejar pasar muchos trenes que te
llevarían al mismo lugar de siempre donde nunca pasa nada que te
cambie y te mueva por dentro. Para aprender a distinguirlos hace
falta un momento de silencio y de paz. Incluso en algunas
ocasiones, pensamos que perder el tren es una tragedia cuando en
realidad es la excusa perfecta para explorar otras posibilidades y
destinos.
Las
oportunidades necesitan que les dejes la pista abierta para llegar y
si estás desconectado de ti mismo, sufriendo o preocupado porque no
llegan, no las ves pasar por tu lado…
Mercè
Roura
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