EL
MUNDO ESTÁ A SALVO SIN MÍ
La injusticia me abrasaba… Amaba tener razón, me calmaba, pero en realidad era una necesidad insaciable de moderme la cola. Mecía mi rabia contenida de persona que sufre mucho por todo y nunca consigue nada… Nunca la acumulaba, siempre la soltaba a ráfagas de locura, de delirio, de llanto sin consuelo que se rompe en dos y se ahoga en una tarde triste, en una mañana de sol perdida pensando que todo es injusto, que todo está escrito y que no hay salida… Seguramente porque cree que no le toca, que no lo merece, que todavía no ha sufrido suficiente.
Pensaba
que los que están seguros de sí mismos no dudan jamás… Qué
equivocada estaba… Dudan y mucho, siempre. Nunca saben nada y
siempre se hacen muchas preguntas nuevas, pero confían. No saben
cómo, pero saben qué. Se dejan llevar y se mecen en la vida, notan
que están, saben que todo es posible aunque ignoran a veces por qué…
Saben que podrán, no porque sean mejores que nadie sino porque no se
boicotean ni rebajan, porque están de su parte y confían en la
vida… Porque creen que llegado el momento sabrán por dónde ir,
porque una magia extraña les señala el camino. Y sobre todo porque
disfrutan durante el viaje, siempre. Pase lo que pase. Si llueve,
aman la lluvia. Si hace sol, lo besan. Si hay nubes blancas en el
cielo, las cogen entre los dedos y las acarician.
Por eso, saben que
todo irá bien, porque ya va bien, porque el futuro que buscan pasa
por el presente que aman sea como sea. Y yo no lo veía porque
mi máscara era muy opaca y pesada y me enfadaba con ellos porque
eran felices… Detestaba su felicidad porque era la muestra más
evidente de mi tristeza… Porque nada parecía costarles esfuerzo
mientras yo me partía el alma cavando para encontrar sueños
perdidos y subía montañas cada día… Porque necesitaba ser
perfecta y la vida me pagaba con absoluta imperfección...
Porque nunca te llega lo que crees que necesitas sino lo que
necesitas para crecer, para descubrir quién eres…
Iba
atada a una caja enorme llena de amargura, de lágrimas, de asco, de
miedos por todo, sin ningún sentido… Miedos antiguos, miedos de
niña rota que no abría el armario porque pensaba que los monstruos
dormían allí y no se vestía… El miedo del que todavía no ha
descubierto su magia y mira la magia de los demás con recelo. El del
sabio que tiene tantas dudas que admira al ignorante que no duda de
nada… El miedo de intentarlo y descubrir que es posible y tener que
asumir que la responsabilidad es tuya a partir de ese momento. Me
arrastraba, me arrastraba tanto que una estela de mí quedaba pegada
al suelo y marcaba el camino de mi dolor, de mi desencanto, de mi
decepción… Era una tortuga cansada de ir lenta y no llegar porque
todo el peso del mundo recae en su espalda dolorida… Sin más hogar
que su caparazón duro y oscuro… Sin más temor que perder esa
carga pesada que debía llevar a alguna parte para no sé qué hacer
y no sé qué conseguir. Intentando acumular méritos por si algún
día los reparten, ignorando que lo que cuenta es el presente y
ningún sufrimiento trae premios ni medallas sin cada gesto que haces
por conseguir lo que quieres no sale del amor sino del miedo… La
única recompensa del sufrimiento es más sufrimiento. El amor no
necesita recompensa porque ya es un premio. Si
damos cada paso con amor, ya estamos consiguiendo lo que deseamos, ya
no necesitamos llegar a la meta para ser felices.
Yo
tenía que hacerlo todo, salvar al mundo, tirar el carro, llevar la
carga… Plantaba semillas que crecían en el campo de al lado, donde
ellos bailaban y reían y yo les miraba cansada y resentida, con mi
máscara de persona enfadada que no soporta las personas felices que
recoge frutos sin tener que sufrir… Hasta que un día no pude más
y me senté a contemplar. Estaba tan agotada que apenas tenía ganas
de seguir peleando… Pelear no servía de nada… Estaba claro, lo
vi muy claro… La guerrera que hay en mí había perdido la batalla…
Me tuve que quitar la máscara para mirar y oler, y tocar, y
respirar… Y estuve perdida mirando, sintiendo, callando, dejando de
gritar y llorar, de quejarme, de arrancarme la ropa para lamentarme,
de maldecir y perjurar… Y me quedé dormida, en silencio, con la
sola compañía de las sombras y mis prejuicios, con la nana de mis
lamentos, con el manto de mis lágrimas y un par de estrellas que
brillaban tanto que parecían meterse conmigo y llamarme loca,
llamarme perdedora… La vocecilla insaciable de mi ego me decía que
me insultaban, pero en realidad estaban allí para que me diera
cuenta de que se puede estar sin sufrir, que se puede brillar sin
sufrir… Siendo, estando contigo, en coherencia absoluta con tus
valores, haciendo lo que sientes que debes desde tu ser, con ganas,
con amor, sin desesperación ni angustia… Apenas pude enfadarme con
ellas, ni conmigo por haber cedido, por no llegar, por haberme
quitado la máscara que me protegía de que se me contagiara la
alegría y dejara de luchar y buscar la perfección…
Y
cuando desperté de mi sueño de perdedora, cuando mis ojos cansados
se abrieron de par en par, todo era paz, belleza, equilibrio… Todo
estaba a salvo sin mí, el mundo era un lugar maravilloso sin mi
dolor y sacrificio, todo se tenía en pie sin que yo lo sujetara, sin
sufrir ni arrastrar… Y en mi campo unos brotes diminutos apuntaban
lo que iba a ser un manto de flores precioso… Eran flores
perfectas… Lo había conseguido casi sin hacer nada más que estar,
que sentir, que dejar de quejarme, sin máscara, sin gritos, sin
miedos… Lo había conseguido aprendiendo a esperar sin maldecir…
Porque los sueños necesitan trabajo pero no sufrimiento, necesitan
camino y paciencia, necesitan ganas y amor a cada paso y a cada
momento… Necesitan risa y sobre todo, esencia… Necesitan que
persistas, que insistas sin atisbo de temor, que sepas cuándo seguir
y cuándo parar, que notes si el sueño compensa, que aceptes que a
veces no está… Que encuentres tu casa, que te busques a ti
mismo… Que
cambies de mirada sin moverte de sitio...
Que sueltes la carga y aflojes un poco. Que dejes de soñar con
controlar lo incontrolable y respires un rato sin pensar.
Me
he dado cuenta que el gran cambio está en tu mirada, en aprender a
ver lo que no ves y plantearte lo que no te planteas… Despojarte de
lo que te sobra, quedarte desnudo, sin máscara y empezar de nuevo
asumiendo que no sabes nada, sin dar nada por hecho… Aprendiendo de
nuevo las palabras, los gestos… Mirándolo todo con ojos inocentes,
inexpertos, sin pensar tanto, sin anticiparse a nada… Sin
permitir que lo que piensas del mundo estropee todo lo que el mundo
puede ofrecerte y lo que tú puedes aportar.
Sin perderte una buena charla por un prejuicio, sin buscar una
explicación para todo y una meta en cada camino… Amando cada paso,
notando cada roce, perdiéndose en cada respiración.
El
gran cambio es una mirada distinta… Darse cuenta que el mundo no
necesita que lo empujes y lo arrastres sino que vivas en él con
ganas, que no tienes que llevar su peso sino habitarlo con respeto y
con sentido… Que no vas a controlarlo ni salvarlo sufriendo y
llorando por él sino amándolo y aportando lo que tú eres, lo que
tú sabes, lo que tu amas… El
gran cambio es dejar de preocuparse y hacer tu camino…
Mercè Roura
https://mercerou.wordpress.com/2018/02/17/el-mundo-esta-a-salvo-sin-mi/
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