6.3.15

Había esperado demasiado tiempo y el círculo se había cerrado tan fuerte que resultó imposible poder salir de él.

 EN BUSCA DE UN SUEÑO

Jamás debes consentir que nada ni nadie pueda arrebatar tus sueños, porque ellos son tuyos, solamente tuyos, forman parte de tu vida, de tu forma de ser y sentir, de ver e interpretar las cosas, son parte de tu carácter, de tu reír y llorar. No importa que tus sueños sean sencillos, ambiciosos o espectaculares, pero son tuyos y tienes derecho a defenderlos, disfrutarlos o por lo menos intentar realizarlos.

Mi sueño se inició en el despertar de mi propia juventud. Fue entonces cuando comencé a sentir que el valle donde había nacido y crecido iba quedándose pequeño dentro de mis propias inquietudes. Las altas montañas que lo rodeaban era un obstáculo natural que me impedían la visión hacia otros horizontes. En aquellos días había concluido mi etapa en el colegio, pasando como era habitual en mi entorno ayudar a mis padres con el ganado y otros menesteres propios del lugar.

Mi vida transcurría en un pequeño municipio enclavado en un escondido valle de los Pirineos que apenas alcanzaba los doscientos habitantes. Los inviernos duros y fríos los pasábamos la mayor parte del tiempo atrapados dentro de nuestros hogares viendo caer la nieve o escuchando el silbido del viento que implacable bajaba desde las altas cumbres y barría sin piedad todo cuando se encontraba a su paso. En verano los prados se cubrían de un verde resplandeciente y los manantiales y fuentes aparecían por todas partes como el canto renovador de la propia naturaleza.

Era entonares cuando al mirar las montañas sentía crecer en mi interior la necesidad el conocer otras tierras y otras formas de vivir. Percibía que me ahogaba atrapada en aquella rutina diaria. Los mismos árboles, el mismo río, las mismas casas. Me levantaba y me acostaba haciendo las mismas cosas y así se iban sucediendo los días, las semanas y los años. Por primera vez comencé apercibir el círculo rutinario que se iba cerrando sobre mí, dejándome prisionera de un sistema de vida completamente establecido.


No sé, si por ser de tierra adentro, lo cierto es que comencé a pensar en el mar, en lo hermoso que debería ser contemplarlo con toda su grandeza. Soñaba con hundir mis pies descalzos en las doradas arenas, escuchar el murmullo de las olas, y sentir sobre mi rostro el viento húmedo oliendo a salobre, ver revolotear las gaviotas en busca de pescado, o escuchar el canto de los pescadores mientras reparaban sus redes.

Y aquel sueño fue creciendo en mi interior, tomando forma y consistencia, trasformando y modelando mi forma de ser y sentir, trabajaba con la mirada fija en otros paisajes, la rutina se me hacia más llevadera pensando que todo aquel esfuerzo tenía como fin salir del valle.

Algún día seria libre como el viento y al igual que él traspasaría las montañas en dirección a la mar. Me sentía diferente al resto de las muchachas de mi edad que parecían resignadas a su suerte, y pese a su juventud se les veía abatidas y triste, yo en cambio me sentía radiante y feliz porque dentro de mi nacía un sueño, un sueño tal vez sencillo, pero hermoso puesto que era mi sueño, lo que me ayudaba a sentirme ilusionada y con una mayor fuerza para luchar. Comprendí entonces que si no existe la ilusión, la vida se puede apagar con la misma fragilidad que la luz de una vela.

Pero pronto advertí que yo no era diferente al resto de los mortales y el círculo de la vida también se cerraba sobre mí, ahora todavía frágil, no obstante comenzaba a tirar con la fuerza que da la responsabilidad y el destino en el que has nacido. Mis padres eran gente muy sencilla que jamás habían salido del valle y tampoco habían sentido la necesidad de hacerlo, para ellos la vida estaba allí y no precisaban de nada más para sentirse felices. Así que cuando yo les hable de hacer un viaje al mar. Me miraron de
forma extraña como si terminase de decir el más absurdo de los disparates.

– Tu vida esta aquí con nosotros y tu obligación es ayudarnos como lo hacen las demás chicas del valle y lo de ir al mar eso es cosa de las películas.

Y así el circulo de la vida iba tirando de mi envolviéndome en sus fuertes redes y un día como el despertar de un sueño me encontré casada y madre de dos hermosos niños.

Una mañana y de forma inesperada comenzó a llegar turismo al pueblo. Cerca de allí se habían construido unas pistas de esquí y la placidez y la rutina en nuestras vidas cambio por completo.

Pronto descubrimos que el turismo era una fuente nueva de ingresos y prosperidad para el municipio y todo comenzó a girar en torno a él. Fuimos abandonando nuestras formas económicas habituales para abrirnos ante las nuevas demandas. Mi marido montó entonces un horno de leña que al mismo tiempo de cocer pan hacíamos bollería de toda clase basándonos en nuestras propias tradiciones. El negocio tuvo gran éxito convirtiéndose en el centro principal de nuestras vidas, puesto que todas las horas del día estaban puestas en aquel trabajo familiar que apenas nos dejaba respiro.

El pueblo recibía turismo todo el año. En invierno se acercaban buscando el deporte de esquí y en verano para gozar de la suavidad de nuestros prados verdes y cristalinos como las aguas de los ríos que nos rodeaban. El municipio creció con rapidez y de los doscientos habitantes que éramos pronto nos convertimos en mil doscientos.

Nosotros trabajábamos a un ritmo vertiginoso en el que apenas teníamos respiro. Atrás habían quedado aquellos años placenteros, rutinarios y sencillos en los que parecíamos estar un poco olvidados del resto del mundo, ahora formábamos parte activa de él y por consiguiente estábamos sometidos a las mismas exigencias fiscales y labores. Se ganaba más dinero que antaño, pero también teníamos muchos más impuestos que cubrir, era como un círculo vicioso que nos trasportaba a la prosperidad y el progreso, pero al mismo tiempo éramos prisioneros de ese mismo progreso.

Al crear nuestra propia empresa y ser autónomos, pasamos a convertirnos en empresarios y trabajadores, lo cual significaba responsabilidad y más responsabilidad, horas interminables de trabajo, donde nunca se descansa, ni había un intermedio entre la vida familiar y laboral, todo giraba en torno al horno y sus dependencias, y entre pequeño y pequeño respiro comíamos, dormíamos e íbamos viendo crecer a nuestros hijos. Nunca había tiempo para nosotros, puesto que cuando empezábamos hacer el pequeño recuento de las ganancias obtenidas y después de pagar todos los impuestos, siempre había alguna maquinaria que reparar o algo nuevo que comprar.

Los niños crecían y ahora era muy distinto a los años de mi juventud, entonces apenas cumplí los catorce años de edad, abandoné la escuela para ayudar a mis padres. Ahora por el contrario quería que mis hijos estudiasen y a ser posible que fuesen a la Universidad, lo cual significaba más trabajo para nosotros a fin de poderles proporcionar todo aquello que a nosotros se nos había negado

Cuando contemplaba a mis hijos, sentía a veces un poco de envidia, me hubiese gustado tanto poder vivir como ellos y gozar de aquella libertad natural que disponían. Estudiaban y se preparaban para lo que realmente les gustaba, en cambio los de mi generación no teníamos oportunidad de poder elegir nuestro futuro, puesto que este estaba marcado por lo que solían decidir nuestros padres.

Ellos incluso en unas vacaciones habían tenido el privilegio de ir a la playa en dos ocasiones. A su regreso, les pregunté con verdadera curiosidad como era el mar. Pero entre risas propias de su juventud me hablaron de discotecas, del ambiente tan bullicioso que allí reinaba, los grandes hoteles, los restaurantes que se alineaban a lo largo de la costa y de las muchas chicas guapas que se tostaban bajo el sol con bikinis que enseñaban más que tapaban.

Un tanto decepcionada les pregunté si no habían visto la salida del sol sobre el mar, o habían escuchado el murmullo de las olas, o las tonalidades con que el agua cambia de color. Al escucharme me miraron sorprendidos como si aquellas preguntas fuesen formuladas por una niña pequeña y sonriendo contestaron
- Pero mamá ¿ en qué mundo crees que vives?.

Estaba claro que las vacaciones con las que yo soñaba y las que mis hijos habían vivido eran muy distintas. Ellos ante todo habían buscado la diversión y el ambiente que existía en las playas, en cambio para mi, lo que realmente importaba era contemplar el mar con toda su grandeza y al mismo tiempo ver los distintos fenómenos con que la naturaleza podía envolverlo. Podíamos ambos haber coincidido en el mismo lugar, pero cada uno lo hubiésemos visto de muy distinta manera.

Hacia ya muchos años siendo muy joven había adquirido un gran mapa con la figura de España impresa a todo color, con la ayuda de cuatro chinchetas lo había clavado en una de las paredes del pequeño despacho que teníamos justo en la parte posterior de horno. Me gustaba detenerme a mirarlo y contemplar con orgullo todas las tierras que formaban la costa. Comenzaba por el mar Cantábrico e iba descendiendo por el Mediterráneo hasta encontrarme con el Atlántico, algunas veces me detenía a leer los nombres de los pueblos que formaban el litoral preguntándome como seria la vida en ellos.

Aunque nadie me preguntaba, ni se preocupaban por lo que pudiese sentir, yo seguía conservando y alimentando aquel sueño, puesto que de esta manera aquello me ayudaba a mantenerme firme, impidiéndome a su vez derrumbarme ante las malas rachas y las circunstancias adversas con que la vida me iba deparando y aunque era consciente que cada vez estaba más prisionera en el interior de aquel círculo, seguía conservando el mapa clavado con cuatro chinchetas en la pared, este había perdido ya parte de su colorido y ahora ofrecía un aspecto apagado y sin brillo.

Al igual que el mapa yo también había visto perder la lozanía de mi piel, aparecer las primeras canas en mis cabellos oscuros y ver como mis manos se hinchaban y se desfiguraban mis dedos a fuerza de tanto trabajar.

Mis hijos habían crecido y ahora tenía sus propias vidas. Nada mas terminar sus estudios habían abandonado el hogar. El mayor estaba casado y era profesor en un Instituto de Huesca y el pequeño trabajaba como profesor de esquí y pasaba la mayor parte del tiempo en la alta montaña. Mi marido hacia poco más de un año que había fallecido y el horno había sido traspasado recientemente.

Aquella tarde paseaba inquieta por el salón de mi casa como si de esta manera las horas pudiesen transcurrir mucho más de prisa. Sentía el silencio sobrecogedor de un hogar vació y el desasosiego de no tener nada que hacer.

Era una sensación totalmente nueva para mi, que me hacia producir cierta congoja y una apatía que me impedía concentrarme en cualquier tarea. Durante muchos años hubiese deseado tener una tarde como aquella, sin prisas, ni agobios y sin que ni nada, ni nadie pudiesen mandar sobre mí y ahora que por fin lo había conseguido me sentía tan aturdida que era incapaz de concentrarme en nada.

Me acerqué a la ventana, los cristales estaban totalmente empañados, traté de limpiarlos con el dorso de la mano, y un círculo transparente se dibujo sobre la superficie helada. Miré a través de ella, el asfalto de las calles estaba húmedo y resbaladizo, había cesado el viento y gruesas nubes comenzaban a llenar el cielo -no tardaría mucho en comenzar a nevar – pensé ante aquella perspectiva que se dibujaba ante mis ojos.

Era lo habitual en aquellas fechas, treinta y uno de diciembre. Un año más que finalizaba y con él quedaban atrás alegrías y penas, promesas que se cumplían y sueños que se perdían en el olvido del tiempo. Dentro de unas horas, un nuevo año, un almanaque por estrenar y la firme promesa de que todo va a ser diferente. Deseas desterrar de tu vida todo aquello que no te gusta e intentaras luchar por la felicidad soñada.

Durante años siempre me prometía a mi misma y mientras el reloj de la iglesia del pueblo daba las doce campanadas que tendría el suficiente coraje y sacaría tiempo y dinero para poder ir de vacaciones y contemplar mi anhelado mar, pero conforme transcurrían los meses me daba cuenta que todo continuaba igual que antes.

Mi marido no encontraba nunca el momento de poder cerrar el negocio y tomarnos un respiro en nuestras vidas, que por otra parte y en honor a la verdad a él tampoco le apetecía demasiado abandonar el lugar, puesto que allí era suficientemente feliz. Nunca había comprendido ni le había dado demasiada importancia a la absurda obsesión -según él- que tenia yo por conocer el mar. Así que en lugar de ello siempre encontraba una justificación para no tener que salir del valle. La matricula de los chicos, cambiar la furgoneta por otra nueva, modernizar el horno y lo peor de todo es que siempre terminaba por convencerme que aquello era mucho más importante
que lo que podía ser mi sueño.

Pero aquel día por fin lo tenia todo completamente decidido, y aunque ya había cumplido los sesenta años interiormente me sentía joven y fuerte y el sueño seguía flotando en mi mente con una fuerza misteriosa que me daba un nuevo impulso para enfrentarme a la vida y no sentir la soledad y el vacío que me podía producir al encontrarme en las mismas puertas de la vejez.

Ya no tenía obligaciones, ni nadie dependía de mí. Así que la próxima primavera, cuando los días fuesen largos y repletos de luz haría las maletas y marcharía a un lugar de la costa, me hospedaría a ser posible en algún hotel que estuviese encima o próximo a un acantilado, y de esta manera al abrir los ojos cada mañana me despertaría viendo salir el sol sobre las azuladas aguas, por la noche oiría el romper de las olas sobres las rocas y llenaría mis pulmones con el aire tibio y húmedo del mar. Me pasaría horas y horas contemplado su colorido, su azul intenso e iría describiendo todas las sensaciones que me produciría su contemplación.

Cada vez que pensaba en ello un mundo fascinante se abría ante mis ojos y me trasportaba a un país de ensueño. Renovaría mi viejo vestuario y me convertiría en la mujer que siempre había deseado ser: independiente, romántica y poder sentir la liberta de gozar y contemplar esas pequeñas cosas que constituyen la verdadera esencia de la vida y la felicidad.

Aquella noche tal y como era costumbre un poco antes de las doce abandone mi casa y me dirigí a la plaza del pueblo. Cuando llegué a ella un buen número de gente llenaban el recinto, estaba nevando y los copos blancos caían sobre nuestras ropas, pero no importaba todos estábamos contentos y dispuestos para brindar por el nuevo año que pronto nacería. Entre los nativos habían concentrados también muchos turistas que como ya era bastante habitual en estas fechas llegaban hasta allí para pasar sus vacaciones navideñas en distintos lugares del valle.

Sonó la primera campanada y la gente comenzó a contar, una, dos, tres… y por fin las doce. Un nuevo año vitoreábamos toda la muchedumbre allí concentrada y levantábamos las copas bebiendo y brindando por ello.

Yo me encontraba tan ilusionada como una niña con zapatos nuevos, por fin brindaba por algo que era solamente mío e iba muy pronto a poder realizarlo, era como si de pronto las paredes del círculo se hubiesen derretido por el calor y un camino nuevo y totalmente asequible se abriese ante mis ojos. La nieve seguía golpeando mi rostro y su copos era como una ráfaga de viento fresco que me llenaban de vitalidad y optimismo. Un año nuevo, una vida nueva, una vida que por primera vez era mía y que sólo a mi me pertenecía.

De pronto la copa se desprendió de mi mano y oí como un eco lejano el ruido de los cristales al estrellarse contra el suelo, sentí que algo duro golpeaba mi espalda al chocar contra el asfalto de la plaza, la nieve caía sobre mi rostro pero ya no era confortable, sino fría como la propia muerte. Oía gritos a mí alrededor y gente que se arremolinaba y hacían gestos con las manos. No se el tiempo que paso, tal vez sólo fuesen minutos, o horas, que más daba, ya nada parecía tener importancia.

La alarma de una sirena sonó a mí alrededor como un grito desgarrador en medio del silencio de la noche. Percibí entre los copos de nieve las luces anaranjadas de una ambulancia al detenerse muy cerca de mí, manos que me levantaban y voces lejanas que sonaban sobre mi rostro, pero que ya no las entendía porque todo parecía flotar en el aire.

De pronto todo el esfuerzo de la vida pareció desplomarse sobre mí, al detectar y percibir el peso implacable de la muerte.

Había esperado demasiado tiempo y el círculo se había cerrado tan fuerte que resultó imposible poder salir de él. La rutina de la vida me había apresado y había sido mucho más fuerte que mi propio sueño. El sueño que ahora se desvanecía como aquellos copos de nieve que golpeaban los cristales y se convertían en agua, agua que era absorbida por la tierra y que en la próxima primavera surgirían los torrentes, estos se convertirían en pequeños riachuelos, que cuando atravesasen el valle serían ya ríos adultos que correrían rápidos y presurosos buscando ansiosos unir sus aguas al mar.
Un mar que yo ya no tendría la oportunidad de poder ver.

Maria Amparo Olivares Estruch


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