10.10.19

Tomar decisiones cuesta. Pero no tomarlas nos saldrá mucho más caro

¿QUÉ ESTÁS DISPUESTO A PERDER?
Son muchas las personas que están insatisfechas con su vida o las que se buscan otros caminos para poder sobrevivir con dignidad.

Todo esto es posible porque estamos en lo alto de la pirámide Maslow y no necesitamos preocuparnos si dentro de un rato tendremos suficiente agua para poder beber por la noche.

Leemos libros de auto ayuda, nos empeñamos en escuchar podcast dónde otra persona parece que está describiendo nuestro caso, nos afanamos porque alguien nos dé una solución que solamente está en nuestras manos o en la pregunta clave que ni siquiera nos queremos plantear: ¿Qué estamos dispuestos a perder?

Todo cambio implica pérdidas, pero también ganancias. Uno teme perder su comodidad incómoda o lo que creemos que es nuestra estabilidad dentro del desatino de andar siempre en la cuerda floja. 


Preferimos quejarnos, buscar alternativas para combinarlas, salir para volver a entrar y un sinfín de expresiones del malestar que nos hacen vivir en un continuo desear “otra realidad” indefinida en la que ponemos nuestra supuesta felicidad perdida.

Pocos son los que se atreven a perder lo que tienen. La falsa seguridad de creer que todo seguirá igual y de que es mejor “lo malo conocido que lo bueno por conocer”. Es la forma de pensar que más abunda en el ser humano.

Hay que tener mucha valentía para tomar decisiones. Hay que, de verdad, querer el cambio y no hay que tener miedo a las soledades intermedias que pueden hacerse hueco a nuestro lado, en el proceso del cambio.

La comodidad tiene un precio. A veces, una factura muy cara que pagar, pero a la que estamos acostumbrados y por eso nos parece menos costosa. Sin embargo, la tristeza se acumula dentro de nosotros, al igual que sentimos la necesidad de vivir otra vida, de otra forma y con otras personas.

Y ENTONCES LLEGA ESE SENTIMIENTO INTERNO, QUE NOS LLEVA A LA IMPERIOSA URGENCIA DE REINVENTARNOS.

En ocasiones, estos ataques de pánico vital suceden cuando llegamos a la mitad de nuestra vida. Es como si sintiésemos que se nos escapa la vida y deseásemos, por encima de todo, aprovecharla.

Identificamos goce con felicidad y en esa similitud está la trampa.

Nunca el goce puede ser continuo. Nunca puede darse sólo sin su contrario. Nunca puede ser alcanzado sin períodos de serenidad que lo hagan valioso.

Con el tiempo, vamos entendiendo que la felicidad tiene más que ver con la paz interior que con los fuegos artificiales del exterior.

Y sobre todo, vamos asumiendo que es una responsabilidad única en la otros pueden acompañarnos pero nunca ser los responsables de ella.

Todo es cambio. Esa es la única verdad inexorable que se cumple siempre. Todo está en constante movimiento.

Ahora, en este momento, ya eres otro/a diferente a cuando comenzaste a leer esta reflexión. Por eso no podemos pedir cuentas a los demás porque la cuenta más larga y onerosa es la nuestra.

Tomar decisiones cuesta. Pero no tomarlas nos saldrá mucho más caro, pretender que todo esté siempre igual es imposible.

En el medio quedamos nosotros a la deriva de nuestra poderosa voluntad para decidir ser felices…… o no.



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