LO QUE VEMOS Y LO QUE IMAGINAMOS
UNA DELGADA LÍNEA
¿Esto pasó de verdad… o lo soñé? Esta pregunta que parece
trivial, nos conduce a la frontera entre realidad e imaginación. En el día a día, ese
límite nos permite distinguir un recuerdo preciso de una ilusión, o una
sospecha de una certeza. En la ciencia, es un problema mayor: ¿cómo decide el cerebro que
algo “es real”? ¿Qué señal interna, qué patrón, qué convierte una
posibilidad en un hecho?
En los últimos años, un conjunto de estudios neurocientíficos ha empezado a perfilar una respuesta: la mente no “refleja” el mundo como un espejo; lo predice, lo bosqueja y lo corrige sobre la marcha. Cuando esas predicciones internas coinciden con señales sensoriales, el cerebro levanta la bandera de “real”; cuando se parecen demasiado, incluso sin respaldo externo, podemos confundir imaginación con percepción. La frontera, lejos de ser una muralla, parece ser una membrana semipermeable.
El cerebro como
adivino pragmático
La realidad, en el cerebro, no es una fotografía: es un
veredicto.
Durante décadas, la neurociencia sensorial trató de explicar
la percepción como un flujo “de abajo arriba”: los ojos captan fotones, los
oídos vibraciones, la piel presiones, y esa información sube, limpia y clara,
hacia centros superiores que “reconocen” el mundo. Hoy sabemos que eso es solo
la mitad del cuento. El cerebro
funciona bajo un principio de ahorro: genera constantemente hipótesis sobre lo
que es probable que esté ahí afuera y, con esas expectativas, rellena huecos,
filtra ruido y acelera decisiones.
Este marco, a veces condensado bajo el paraguas del “cerebro
predictivo”, propone que la percepción es el balance entre predicciones
internas y errores de predicción (las diferencias entre lo esperado y lo que
llega por los sentidos). Cuando el error es pequeño, ganan las expectativas y
“vemos” lo que esperábamos ver; cuando el error es grande, el sistema corrige y
ajusta la hipótesis. La imaginación, en ese esquema, no es una frivolidad
creativa que ocurre en un teatro mental aparte: es el mismo motor generativo,
operando sin o con mínima ancla sensorial.
De ahí nace un riesgo seductor: si una imagen interna es lo
bastante fuerte, y el ruido sensorial es alto o la evidencia externa es
ambigua, esa construcción mental puede cruzar el umbral que el cerebro usa para
aceptar algo como real. No porque el cerebro “se equivoque”, sino porque, evolutivamente, es preferible decidir rápido
con buenas conjeturas que quedarse paralizado ante la incertidumbre.
El umbral de
realidad: una puerta con bisagras finas
La certeza es una sensación, no una prueba. Y esa
sensación tiene bases neuronales.
Si aceptamos que la mente opera con predicciones, entonces
es probable que exista un mecanismo que diga: “esto ya no es solo una
conjetura, esto pasó”. Ese mecanismo no es un interruptor único, ni se reduce a
una sola región, pero varios hallazgos apuntan a un circuito que pesa la
intensidad, la coherencia y la procedencia de la señal.
En el dominio visual, áreas como el giro fusiforme—clave
para reconocer patrones y formas—responden tanto a estímulos reales como a
imágenes generadas internamente. La diferencia no es trivial: cuando lo que
llega por los ojos y lo que propone la imaginación coinciden, la actividad se
potencia; cuando no, surge una fricción
que el sistema “siente” como error y que, a menudo, nos devuelve la prudencia
de la duda. A ese balance dinámico podríamos llamarlo “umbral de
realidad”: la conjunción de fuerza, precisión y sincronía necesarias para que
una vivencia reciba el sello de “esto ocurrió”.
El asunto se vuelve más interesante cuando miramos a
regiones asociadas con la metacognición
—la capacidad de juzgar nuestros propios juicios— como la corteza
prefrontal dorsomedial y la ínsula anterior. Allí parece dirimirse, con más
calma pero no menos sesgo, el fallo final: ¿estoy seguro de que vi lo que creo
haber visto? Es un control de calidad subjetivo, que a veces llega tarde y
otras ni siquiera se activa si la experiencia fue demasiado persuasiva.
La economía del error
y la utilidad de las ilusiones
Que podamos confundir imaginación con realidad suena a
defecto, pero es, con matices, una virtud adaptativa. Vivimos en un mundo
incierto, ruidoso y demasiado rápido, y la mente que siempre esperara evidencia
perfecta llegaría tarde a casi todo. De hecho, muchos de nuestros aciertos cotidianos dependen de atajos:
reconocer a un amigo a lo lejos por su forma de andar, completar una frase
antes de oírla entera, anticipar la trayectoria de un balón. Si el pronóstico
es bueno, el cerebro ahorra energía y gana tiempo.
Las ilusiones, en este contexto, son subproductos de un
sistema eficiente. Una sombra en la noche parece un rostro; un crujido es un
ladrón y no una tubería. El costo
de un falso positivo (creer que algo está ahí cuando no lo está) suele ser
menor que el de un falso negativo (no ver una amenaza real). La balanza
adaptativa tiende a la prudencia sobrerreactiva. De nuevo: no es un error, es
una apuesta con sentido.
Claro que todo mecanismo útil puede desequilibrarse. Si el
sistema da demasiado peso a lo interno, abrimos la puerta a delirios o
alucinaciones; si sobredimensiona lo externo, naufragamos en un hiperrealismo
ansioso incapaz de integrar imaginación, metáfora o deseo. La salud mental, en parte, consiste
en una articulación flexible entre lo que viene de afuera y lo que brota de
adentro.
Memoria, imaginación
y el truco del déjà vu
La memoria es
otro escenario donde la línea entre realidad e imaginación se difumina con
elegancia traicionera. Recordar no es rebobinar una cinta; es reconstruir. Cada vez que evocamos, recombinamos
fragmentos, rellenamos huecos, corregimos ángulos, sugestionados por nuestro
presente. La imaginación alimenta ese proceso: sirve pegamento para unir
piezas y pintura para colorear las grietas.
De ahí que podamos “recordar” conversaciones que nunca
ocurrieron, confundir la fuente de un dato (“lo leí” versus “me lo contaron”) o
experimentar el déjà vu, esa
sensación de haber vivido algo antes. Una hipótesis plausible es que el déjà vu surge cuando los patrones actuales
se solapan con trazas débiles o mal etiquetadas de experiencias pasadas, o
cuando la maquinaria que etiqueta la novedad y la familiaridad se descuadra
levemente. Lo vivido se siente imaginado, o lo imaginado se siente vivido.
Recordamos
inventando; inventamos recordando. La frontera, otra vez, es
porosa por diseño.
Cuando el umbral se
desajusta
En la consulta psicológica y psiquiátrica, la diferencia
entre percepción e imaginación puede convertirse en un asunto dolorosamente
práctico. Las alucinaciones
auditivas en la esquizofrenia, por ejemplo, no son
fantasías voluntarias sino vivencias con fuerza de realidad, con timbre y
localización, con urgencia. La investigación sugiere que, en estos
casos, el sistema de atribución de agencia (¿esto lo generé yo o vino de
afuera?) y el peso dado a predicciones internas frente a señales sensoriales
están desregulados. En depresión,
la imaginación tiende a poblar el futuro con escenarios negativos que, a fuerza
de repetirse, adquieren textura de certeza. En el trastorno de estrés postraumático,
irrumpen recuerdos-imágenes que invaden el presente con la potencia de lo real.
El tratamiento, en sus diversas formas, busca recalibrar la
frontera. La farmacoterapia interviene en la ganancia de ciertos circuitos;
la terapia cognitivo-conductual,
entre otras, ejercita la metacognición y entrena a poner entre paréntesis la
sensación de certeza (“sentir” no es “ser”); técnicas como la exposición
gradúan el contacto con estímulos que el sistema marcan como amenazantes; y terapias
de tercera ola, como la aceptación y compromiso, insertan distancia entre el
evento mental y la conducta. En todos los casos, el objetivo no es abolir la
imaginación, sino domesticar su poder persuasivo cuando se vuelve tirano.
Entrenamiento mental para
una frontera flexible
Si la frontera es dinámica, podemos cultivarla. Algunas
prácticas sencillas ayudan a que el “umbral de realidad” sea más fino cuando
hace falta y más exigente cuando conviene. Una de ellas es la observación
atenta del cuerpo; las
sensaciones somáticas entregan pistas sobre el sesgo imaginativo: cuando
la mente “rellena” con ansiedad,
el ritmo cardíaco, la respiración y la tensión muscular cambian. Notarlo no
disuelve la ilusión, pero la vuelve más transparente. Otra práctica es la
verificación externa: contrastar recuerdos con testigos, revisar registros,
admitir huecos (“no estoy seguro”). El diario de experiencias, por su parte,
saca del remolino mental aquellas vivencias que, si se quedan encerradas,
crecen y se distorsionan.
Hoy en día, en un ecosistema saturado de estímulos, reducir el ruido baja la tentación del
cerebro de completar con fantasmas. Dormir bien, por trivial que suene,
restaura los sistemas que deciden qué pesa y qué no. Y, aunque parezca
paradójico, el juego imaginativo creativo—dibujar, escribir ficción,
improvisar—entrena la capacidad de etiquetar lo imaginado como tal: ejercitamos
el músculo de “esto lo inventé yo” sin vergüenza ni culpa.
Si algo nos enseña la psicología contemporánea es que la alfabetización del
siglo XXI incluye la gestión de ambigüedades. No basta con memorizar
datos; hay que aprender a vivir
con la incertidumbre. Esto implica enseñar a distinguir fuentes, a
diferenciar apariencias de evidencias, a convivir con hipótesis provisionales
sin ansiedad paralizante. Implica también desarrollar imaginación fértil pero responsable: la capacidad de
proponer mundos posibles, explorar consecuencias y, llegado el momento,
someterlos a prueba.
Y es que entender la realidad consiste en poner en práctica
tres hábitos: cultivar la
curiosidad (para imaginar más y mejor), practicar la verificación (para
distinguir qué es cierto y qué no) y entrenar la humildad (para cambiar de idea sin que suponga
una tragedia). Con ellos, la frontera deja de ser un campo minado y se vuelve
un jardín transitable.
Lo que vemos podría ser real… o podría haber sido imaginado.
El reto no es abolir la duda, sino aprender a orientarnos con ella.
https://www.psicoactiva.com/blog/la-delgada-linea-entre-lo-que-vemos-y-lo-que-imaginamos/
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