31.10.22

El cerebro está más preparado para soportar el dolor físico que la incertidumbre

ACEPTANDO LO QUE NO PUEDO CAMBIAR, ME SIENTO LIBRE  

Sabio es quien termina aceptando que hay cosas, personas y acontecimientos que no se pueden cambiar. Valiente es quien lejos de negar esas realidades o enfadarse ante lo que no puede controlar, elige aprender en silencio y seguir avanzando.

Cuando acepto lo que no puedo cambiar se reduce mi sufrimiento y solo entonces me centro en aquello que sí puedo controlar. Porque la vida tiene ese componente caótico e inesperado que a menudo, escapa de nuestras manos, que surge libre, que nos sorprende con sus sinsentidos y su azar. Asumir este principio existencial es una herramienta para nuestra salud mental.

Admitámoslo, a lo largo de nuestra existencia nos han ocurrido cosas que jamás hubiéramos previsto. Aún más, algo que suele desesperarnos es ver cómo algunas personas actúan de pronto de un modo inesperado. Tanto, que es inevitable experimentar cierta decepción. Todas estas situaciones pueden hacernos creer que nada, absolutamente nada está bajo nuestro control.

Como bien señalaba el psicoterapeuta Albert Ellishay tres monstruos que siempre vetan nuestra felicidad y los tres se basan en esa necesidad tan nuestra de que las cosas sean como deseamos. Esos tres grandes enemigos serían «la vida tiene que ser fácil, las personas tienen que tratarme siempre bien y todo lo que hago tiene que ser perfecto».

La mente no admite el fracaso, el error o la decepción. Aún menos lo inesperado. Es más, tal y como nos indican varios estudios, nuestro cerebro está más preparado para soportar el dolor físico que la propia incertidumbre y aquello que escapa a nuestro controlProfundicemos un poco más en este tema.

Cuando acepto lo que no puedo cambiar puedo actuar de manera más acertada

Hay aprendizajes que no vienen en los libros. Hay sabidurías que no aprendemos de nuestros padres. Hablamos sobre todo de esos hechos que llegan con la experiencia y que, de algún modo, nos cambian.

Nos hubiera encantado, por ejemplo, que aquella persona a la que amamos en el pasado, hubiera sido y actuado de otro modo. Pocas cosas nos hubieran gustado más que esquivar la adversidad o haber tenido una bola mágica para prever ciertas cosas que tanto nos afectaron.

La vida no es un camino en línea recta. Es incierta, inesperada y tiene unas pequeñas grietas por donde se filtra el caos. Asumirlo supone para cualquiera de nosotros un inmenso esfuerzo psicológico.

Señalaba Aldous Huxley que esto no nos pasaría si ya desde niños nos enseñaran filosofía. Porque esa área del saber entrena al ser humano en el saludable arte de dudar de lo aparente, de cuestionar lo que vemos y de aceptar el reino de la incertidumbre.

Sin embargo, la filosofía descuida quizá un pequeño aspecto: el cerebro necesita certezas.  Nada nos ocasiona mayor sufrimiento que la sensación de no tener un control de lo que nos rodea. Es más, pensar que lo que hoy damos por seguro mañana puede desvanecerse es poco más que un abismo de sufrimiento.

El sesgo del optimismo, una necesidad vital

En un estudio llevado a cabo por el doctor Aaron Berker se demostró algo interesanteEl cerebro tolera mejor el dolor físico que la incertidumbre. El simple hecho de saber que algo puede cambiar o que algo puede ocurrir de manera inesperada, nos sume en un estado de estrés y ansiedad elevado. Los niveles de cortisol aumentan y el cerebro entra en un estado defensivo y de alarma.

Es imposible vivir de ese modo. Tal y como nos señala Daniel Kahneman, las personas mantenemos un optimismo algo sesgado para sentirnos bien. Asumimos de manera inconsciente que mañana será igual que hoy. Damos por cierto que quien nos quiere nunca nos hará daño, que no perderemos el trabajo, que lo que hoy es seguro lo seguirá siendo el mes que viene.

Sabiendo esto podríamos hacernos la siguiente pregunta: ¿es un error entonces mantener ese enfoque vital tan optimista? En absoluto, no lo es. Nadie puede vivir en «modo desconfianza» de manera permanente. Supondría un sufrimiento tremendo. No obstante, podemos aplicar un enfoque muy saludable: asumir que hay cosas que no podremos cambiar y aceptar lo inesperado cuando haga acto de presencia.

Cuando acepto lo que no puedo cambiar, recupero el control

No es ninguna contrariedad. Cuando acepto lo que no puedo cambiar tengo un mayor control sobre mí mismo. ¿La razón? En esos momentos en que sucede algo inesperado, entiendo que a veces, no sirve de nada enfadarme, ni pelear, ni negar la evidencia. Hay cosas que ocurren y, como tal, hay que darles paso. Aceptarlas con templanza.

Es en esas circunstancias cuando se abren dos opciones: me hundo o reacciono. Por ejemplo, puede que alguien a quien apreciábamos ha elegido no estar a nuestro lado cuando más lo necesitábamos. Ante algo así puedo llorar, echárselo en cara o sufrir el dolor de la decepción. Ahora bien, lo más acertado sería reaccionar: me he dado cuenta de que yo no soy importante para esa persona, por lo tanto no debería estar en mi vida. Paso página.

Cuando acepto lo que no puedo cambiar, recupero el control sobre mí mismo y me siento más libre. Cuando sucede algo complicado y adverso, no pierdo el tiempo preguntándome por qué ha pasado. Sencillamente, me digo a mí mismo qué puedo hacer y qué versión de mí debería aflorar en esa circunstancia.

Porque, a veces, cuando pasan esas cosas que nadie puede cambiar, es momento de cambiarnos a nosotros mismos para poder actuar del mejor modo. Es una prueba valiente para la cual, debemos estar preparados. Reaccionemos.

https://lamenteesmaravillosa.com/cuando-acepto-lo-que-no-puedo-cambiar-me-siento-libre/  


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