22.11.19

Una voz que nos invita dulcemente a elegir de nuevo, mirar hacia adentro, parar

LA GUÍA DE LO RURAL
Nuestros pueblos, trampolín para la conservación de la salud planetaria
Imagina un pueblo levantado entre montañas, o más bien nacido entre ellas, pues eso parecen piar los carboneros y herrerillos que por allí pasean, ignorantes alados de la oscura roca sedimentaria y del metal, pero duchos en los quehaceres silvestres de la montana villa. Pueblo digno del que manan fuentes generosas y sinceras, de aguas frías y cristalinas que alimentan un río de igual temperamento. Varios son los montes que, abrazando la pequeña urbe, la custodian y guardan con ánimo paciente y austero, solemnes testigos que nada esperan ya salvo la vida misma.

Ese pueblo del que te hablo, hoy más lleno de silencio que ayer, tiene como costumbre mantener abiertas las puertas de los hogares, como si los males del mundo no recorriesen sus calles, como si el miedo se hubiese quedado río abajo hace mucho. La simpleza reina entre sus gentes, quienes encuentran el contento y la pena en los hechos más triviales y ordinarios. Sus vecinos son hombres y mujeres comunes, con vidas comunes, mansos ante sus fortunas y miserias, y por ello excepcionales.


La fértil tierra de las vegas se cultiva en pequeñas parcelas, irregulares y variopintas, formando todas juntas un indómito mosaico que hilvana el térreo tejido que lo sustenta, creando un crisol de ecosistemas capaces de propulsar y mantener a los seres vivos más fascinantes y hermosos, entre los que tiene un lugar el ser humano. Los cerros, altos e inclementes, se dejan acariciar por las sombras de majestuosas rapaces que, mecidas por las corrientes, otean campos de secano y garriga, vislumbrando tal vez la figura de algún paisano afanado en la noble tarea de recolectar las abundantes plantas medicinales que allí crecen.

Los niños son soberanos de calles y plazoletas, mientras que sombras y asientos quedan reservados para el anciano. Los bosques decoran la infancia, y la familia, los vecinos, los amigos y el entorno natural se convierten en 
las aulas educativas principales, desde las que se aprende lo importante y lo suficiente para la vida, eso que no aparece en los libros ni en los planes de estudio, guiando y acompañando a cada persona hasta su madurez.

La muerte se suele encontrar en la calidez del hogar, lejos de frías e inhóspitas habitaciones de luz blanca, así como antaño también en el hogar veían por vez primera la luz las nuevas vidas. La dureza del clima y de los tiempos pasados se hace manifiesta en la actual generosidad de sus gentes, avaras y mezquinas en las minucias, abren sus corazones voluntariosos al prójimo, no permitiendo la negativa ante el obsequio de una bolsa repleta de frutos de su huerta o el invite a un almuerzo en una fría mañana de febrero.

Este es mi pueblo y el pueblo de muchos. Quizás sea también el tuyo, o el de tus padres, abuelos y ancestros. Desde luego, este es el pueblo que visito cada vez que penetro en tierras de leyenda, mágicas y salvajes, dentro de nuestra geografía peninsular. 
Un sinfín de villas y aldeas con personalidad propia, de genuina musicalidad, en las que los sentidos pueden relajarse y la mente expandirse sin mayor turbación que la de ver girar la paleta cromática en el horizonte.

Al visitarlas uno se pregunta cuándo fue el momento en el que nos alejamos tanto de la esencia de la vida. Cuándo fue el momento en el que elegimos ser nuestros propios maestros, párvulos enseñando a párvulos, hasta crear un ritmo, un entorno y un estilo de vida tan poco favorables para nuestro bienestar y el del planeta como los presentes en la mayoría de grandes urbes y sociedades actuales, basadas en el crecimiento continuo y el consumo como marco de las relaciones humanas. Cuál fue el instante, me pregunto, en el que decidimos ser fervientes devotos de unos hábitos vitales derivados de un sistema de vida marcadamente antifisiológico.

Tal vez la respuesta a estas cuestiones, o parte de la respuesta al menos, se halle allí dónde se hunden nuestras raíces, en esas tierras olvidadas que esperan pacientes a que alguien reclame sus tesoros. Tierras en las que la vida camina más lenta, o esa es nuestra percepción al observarlas desde nuestro desenfocado periscopio urbano, ya que quizás seamos nosotros los que caminamos con paso acelerado. En ellas se escucha 
una voz que nos invita dulcemente a elegir de nuevo, a mirar hacia adentro, a parar. Su potencia para ser escuchada es igual a la disposición que tengamos de hacerlo, y su presencia nos confiesa que la vida es algo más, seduciéndonos para tomarla como digna de nuestra confianza. Esa es la voz de nuestro corazón.

Si la escuchamos, nos contará cómo el mundo rural nos brinda la oportunidad de experimentar los innumerables beneficios que tiene para nosotros el contacto regular con entornos naturales, como tantos estudios nos confirman desde hace décadas. Nos enseñará cómo su entorno se convierte así en un bálsamo y un catalizador, capaz de permear nuestras mentes y cuerpos en todas sus etapas vitales. Asimismo, nos mostrará que las redes sociales tejidas en lo rural permiten generar una comunidad sólida, cercana e inclusiva, apta para amortiguar desigualdades e integrar el interés particular en el general y viceversa. 
Nos animará a "crear tribu".

Del mismo modo, nuestros pueblos son el trampolín perfecto para la conservación de la salud planetaria. La protección de sus entornos naturales, un consumo local y sostenible, la agricultura ecológica, los aprovechamientos forestales coherentes con la Tierra y demás aspectos capitales de su vida interna son llaves capaces de abrir la puerta a un futuro prometedor y absolutamente viable.

No obstante, no creas sin más aquello que te escribo; más bien, te invito a visitar mi pueblo, que también es el tuyo. Te invito a sus aromas, a sus gentes y a sus parajes. Te invito a que también encuentres allí tu preciado rincón.

Christian Gilaberte Sánchez
Técnico superior en recursos naturales 

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