LA VERDADERA SABIDURÍA
ENCARNAR LA VIDA
CONSCIENTEMENTE
No es más sabio quien difunde conocimiento sino quien
transmite experiencias. El que enseña lo que vive, no lo que sabe. Será por
eso, que hay tan pocos. O porque tal vez lo único que nos hace sabios es
exponernos a todo lo que la vida nos ofrece: dejarnos tocar.
Filosofía, lo escuchamos cuando ocupábamos un banco en la escuela, quiere decir “amor a la sabiduría”, o sea que lo valioso no es tal o cual filosofía sino aquello de lo que ella está enamorada, aquello que enamora al pensamiento: la sabiduría.
Etimológicamente, “sabiduría” viene de la palabra
latina sapere, de la cual derivan dos palabras “saber” y “sabor”,
dos palabras que indican lo mismo: un saber que sabe, gustándola, de qué se
trata la vida.
Un saber que come el fruto de la vida, no un saber teórico
“sobre” la vida.
Si la filosofía es transmisión de lo pensado, la historia
del pensamiento, la sabiduría es
el testimonio de lo experimentado, la experiencia de la vida misma, de
su gusto.
Sabio no es quien pensó la vida sino quien dejó que la vida
le diga lo que ella misma aprendió viviéndolo a él, quien dejó que la vida le
entregue su sabor: le revele su sentido. No el sentido que él le da a la vida,
sino el sentido que la vida misma es: su darse, su entregarse.
En general el hombre sabio no dice su sabiduría: la muestra. Le encarna vida, una vida
que, por eso mismo, irradia sentido, se muestra sabia.
El sabio es un
testigo, no un profesor. Lo suyo no es impartir un conocimiento sino
testimoniar una experiencia y por eso, porque en sus palabras está involucrada
y manifestada su vida, más que profesor es “maestro”. Enseña lo que vive, no lo
que sabe o, en todo caso, sabe viviendo, testimoniando la vida.
El testigo de la vida, el sabio, da testimonio, no ejemplo. El ejemplo
siempre implica un “piensa como pienso yo”, un “imítame a mí”; en cambio, en el
testimonio el valor se pone en lo experimentado, en la vida, no en quien la
experimenta.
El testigo se borra para que aparezca lo testimoniado, para
que aparezca en aquel que recibe el testimonio. Quien da testimonio, da. Quien se pone como ejemplo, por el
contrario, busca atraer, retener, no dar.
La vida da, siempre y a todos, la posibilidad de
experimentar un nacimiento y una muerte, un tiempo de desamparo y un tiempo de
cobijo, el peso de un error y la libertad de un perdón, da la soledad y da el
amor… La vida da a todos y siempre su
decirse, su manifestarse: su experiencia.
Sabio no se es de una vez para siempre, sabio es el sostenimiento de una relación con
la vida, es una escucha a la vida, a su decirse, su revelarse, su
contarnos en lo que nosotros vive y vivió.
El sabio sabe, va sabiendo y respondiendo a eso que da la
vida: la propia vida de quien la vive. Su unicidad, su singularidad, no es cuantitativa,
no es singular por ser una sino por ser irrepetible, por ser original.
Por ser ese don de ella que somos cada uno de nosotros, eso
que respondiendo vamos siendo, vamos viviendo. Quizás haya una sola condición para devenir
sabio, para encarnar la vida conscientemente, vitalmente: hacerse vulnerable a ella,
exponerse a lo que nos trae, padecer lo que nos ofrece: dejarnos tocar.
Permanecer cercano a su temblor inicial, a la vida antes de
separarse de ella misma, antes de transformarse en nuestro plan, en nuestro
proyecto, en eso que suele ser mero interés o usufructo, eso que más que vivir
es funcionar.
El “vivir” del “funcionar”, el sentido del sinsentido, están
separados apenas por un paso: el
paso apurado, el de la rapidez, el que nos saca de la vida, el que no lo marca el latido sino el
reloj.
Por esto, tal vez, hay tan pocos sabios; por esto, tal vez, corregimos tanto,
giramos, sin saber detrás de qué.
Hugo Mujica - Sacerdote y escritor
https://tumismo.es/articulos/interiores/la-verdadera-sabiduria/
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